El director de la prisión, Artem Vyacheslavovich Surov, no soportaba a los empleados descarados.
Especialmente si se trataba de una mujer que se atrevía a desafiarlo frente a los demás guardianes.
Viktoria Smirnova, la nueva guardia que llevaba solo un mes trabajando allí, ya había logrado sacarlo de quicio.
No le hacía favores a la dirección, no tenía miedo de expresar su opinión y lo peor de todo: no obedecía ciegamente. Pero ese día… realmente se había pasado de la raya.
Cuando él le pidió que pasara por alto una infracción, ella lo miró fijamente a los ojos y dijo con frialdad:
— No voy a cubrir la mugre de otros.
Silencio absoluto. Los guardias se miraron sorprendidos.
— ¿Qué dijiste? preguntó él con voz peligrosamente calmada.
— Dije que no lo voy a cubrir, señor Surov.
Eso fue una clara provocación.
Él sabía que debía quebrarla.
— ¿Crees que aquí tienes algo que decir, Smirnova? le sonrió fríamente. Eres una nada.
Ella no desvió la mirada. Y él sabía exactamente qué hacer con mujeres como ella. Surov se acercó, se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
— Veremos cómo hablas después de pasar una noche en la celda con los reincidentes.
Su rostro no mostró expresión alguna, pero en sus ojos él vio una chispa de miedo.
— Así es mejor, pensó él satisfecho.
— ¡Enciérrenla en la celda seis! ordenó.
La tomaron de los brazos, pero ella no ofreció resistencia.
— ¿Creen que me voy a asustar? Su voz era firme, pero en su estómago sentía un nudo de miedo.
Surov sonrió:
— Ya aprenderás quién manda aquí, muñeca.
La condujeron por el largo y oscuro pasillo de la prisión. Y allí se dio cuenta… que tal vez había cometido un error. Pero ya no había vuelta atrás.
Celda 6. La pesada puerta de hierro se cerró con un estruendo detrás de ella. Un silencio sofocante. Seis prisioneros la miraban atentamente…
Y a la mañana siguiente, cuando se abrió la puerta… Surov SE QUEDÓ CONGELADO. No podía creer lo que veía…