«…solo una extraña en tu propia casa», terminó María la frase, mirando fijamente por la ventana oscura de la cocina.
Miguel se acercó y se arrodilló junto a su silla. Por primera vez en años, vio lágrimas en los ojos de su esposa.
— Nunca te he considerado una extraña —dijo él en voz baja—. Pero reconozco que he sido un cobarde.
Mamá insistió en ese arreglo con el piso y yo… cedí. Como siempre.
María esbozó una sonrisa amarga.
— Exacto. Como siempre.
Tienes treinta y ocho años, Miguel, y sigues permitiendo que tu madre dicte las normas en nuestra familia.
Se levantó y comenzó a recoger los platos de la mesa.
La cena se había olvidado por completo. Miguel se quedó quieto, contemplando la carpeta verde.
— ¿Cuánto tiempo llevas ahorrando? —preguntó él.
— Tres años. Desde que Iván empezó el colegio y Anastasia el jardín de infancia.
Entonces me enteré por el notario de tu familia de aquel arreglo con el piso.
Miguel alzó la mirada, sorprendido.
— ¿Te lo contó?
— No directamente —respondió ella—.
Lo escuché discutir con tu madre sobre las “medidas de seguridad” que habíais tomado. Después revisé yo misma los papeles.
El silencio entre ellos pesaba, lleno de palabras no dichas durante años.
Miguel hojeó los documentos: cuentas sustanciales para cada niño, una póliza de seguro de vida a nombre de María, todo meticulosamente organizado.
— Mañana transferiré la mitad del piso a tu nombre —anunció de pronto.
María cerró el grifo y se volvió hacia él.
— No te lo estoy pidiendo.
— Lo sé. Pero debo hacerlo. Por nosotros. Para demostrarte que en esta familia no hay “yo” ni “tú”. Solo hay “nosotros”.
Hubo otro silencio, pero esta vez diferente: más ligero, como si algo bloqueado durante mucho tiempo comenzara a moverse de nuevo.
— ¿Sabes? —dijo finalmente María—.
Aquella promoción…
Al principio rechacé un puesto aún mejor en una filial en el extranjero. Porque no quería alejarme de ti ni de los niños.
Miguel se levantó y se acercó a ella.
— Siento no haberte apoyado como debía. Pero quiero cambiar eso a partir de ahora.
A la mañana siguiente, cuando los niños se fueron al colegio, Miguel tomó una decisión inesperada.
Llamó a su madre y le pidió verse en una cafetería, no en casa.
Lidia Petrescu llegó a la hora convenida, aún con la expresión de indignación de la noche anterior.
— Madre —comenzó Miguel con voz firme—, tenemos que establecer ciertos límites.
— ¿Límites? ¿De qué hablas? —frunció ella el ceño.
— De tus injerencias en mi familia. De cómo tratas siempre de poner a María en mal lugar.
De obligarme a elegir entre las dos. Se acaba hoy.
Por primera vez en su vida, Miguel vio a su madre sin palabras.
Y por primera vez, sintió que realmente había asumido su papel de hombre de la familia.
Aquella noche, cuando María regresó del trabajo, encontró la casa iluminada con velas y sobre la mesa el documento notarial de la transferencia de propiedad y los billetes para unas vacaciones en pareja —las primeras desde el nacimiento de los niños.
— Esto es solo el comienzo —dijo Miguel abrazándola—. Tenemos mucho que reparar, pero estoy listo para empezar.
María sonrió por primera vez en días. Nada estaba totalmente resuelto, pero era un buen comienzo.
A veces los comienzos son todo lo que necesitamos para reconstruir lo que parecía perdido.
Si te ha gustado esta historia, ¡compártela con tus amigos! Juntos podemos difundir la emoción y la inspiración.