Cinco minutos más tarde, bajé las escaleras llevando un chándal viejo y una mochila.
Mi cabello, que había estado perfectamente arreglado, ahora estaba recogido en una coleta sencilla, y en mi rostro ya no quedaba ni un ápice de maquillaje.

Mihai, mi marido, apenas levantó la vista del televisor cuando entré en la sala.
—¿Terminaste? ¿Qué has preparado? —preguntó uno de sus amigos, aún masticando un trozo de mi pollo al horno.
Puse un sobre sobre la mesa.
—Esto es lo que he preparado: la factura del hotel para los próximos tres días. Hice una reserva en el spa junto al lago.
—Sonreí, pero no era mi sonrisa habitual de esposa comprensiva.
Era la sonrisa de una mujer que, después de diez años, finalmente había comprendido algo importante.
Mihai dejó la cerveza y se incorporó.
—Espera, ¿qué estás haciendo?
—Estoy celebrando mi cumpleaños.
Por primera vez, solo conmigo misma.
Con alguien que me aprecie lo suficiente como para prestarme atención. —Hice una pausa—.
Ah, y el pastel está en la nevera.
Córtalo si quieres, pero conserva la porción de arriba: ahí está la figurita de la novia. Quiero guardarla como recuerdo.
No acepté de inmediato. Le hice esperar, lo puse a dudar y lo dejé sentir cómo es no saber si la persona a la que amas volvería a elegirte.
Seis meses después, celebrábamos el aniversario de nuestra boda en Santorini.
No porque aquellos billetes me hubieran convencido, sino porque sus acciones diarias tras ese momento me habían demostrado que realmente había aprendido la lección.
A veces, el mejor regalo que puedes darte es recordarte tu propio valor y negarte a ser tratada como una opción.
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Juntos podemos difundir la emoción y la inspiración.