Tengo 23 años, estoy casada y tengo una niña pequeña.
Formamos una familia maravillosa y, pronto, seremos cuatro: voy a ser madre por segunda vez.

Esperamos con ilusión la llegada del bebé.
Lo único que empaña un poco nuestra alegría es el reducido tamaño del apartamento en el que vivimos.
Lo recibimos como regalo de bodas de los padres de Igor.
En aquel momento, parecía una gran suerte tener un apartamento de una sola habitación, pero con dos niños resultará demasiado estrecho.
Mis padres viven cerca, en un piso de cuatro habitaciones.
Siempre soñaron con tener una familia numerosa, por eso compraron una vivienda tan espaciosa.
Sin embargo, mi madre apenas pudo sacarme adelante a mí, y ni hablar de un segundo hijo.
Así terminé siendo su única hija.
Por eso están ahora tan felices de tener un nieto y de que pronto tendrán otro.
Mi madre me convenció de que, si teníamos la posibilidad, sería bueno tener un segundo hijo.
Al principio, a Igor no le entusiasmó la idea, pero luego aceptó.
Además, mi madre argumentó que lo mejor era que la diferencia de edad entre los hermanos fuera pequeña.
Tengo la impresión de que, una vez nazca este bebé, mis padres no dejarán de insistir en que tengamos más hijos.
Me encantan los niños, pero nuestro apartamento no es elástico; incluso con uno ya nos resulta algo justo en una sola habitación.
No es difícil imaginar cómo será con dos o tres hijos.
Les propuse varias veces vender su apartamento para comprar dos viviendas más grandes, pero no estuvieron de acuerdo.
Luego se nos ocurrió simplemente intercambiar apartamentos, pero tampoco les gustó esa opción.
No los entiendo.
¿Por qué vivir solos en una vivienda tan grande?
Ya están mayores, yo soy su única hija; sería natural que apoyaran a una familia joven, especialmente cuando tanto desean nietos.
Decidí preguntarles directamente y me respondieron:
—¿Y quién tiene la vida fácil hoy en día? Vosotros os compraréis vuestro propio apartamento grande.
—De momento tenéis un techo sobre vuestras cabezas, no tenéis motivos para quejaros…
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