Mi hija de 15 años, María, desapareció de su habitación.

Ioana se quedó con la boca entreabierta, y su sonrisa falsa desapareció al instante.

Dio un paso atrás, con las manos temblando ligeramente.

„Yo… la encontré en un contenedor de donaciones cerca del supermercado“, balbuceó, pero sus ojos se movían en todas direcciones, evitando mi mirada.

Sentía cómo la adrenalina invadía mi cuerpo.

Abracé la chaqueta contra mi pecho, respirando el aroma familiar de mi hija, que aún persistía en la tela.

„Estás mintiendo“, susurré, sintiendo cómo se me erizaba el pelo en la nuca.

„Ese contenedor se vacía todos los días, y María ha desaparecido desde hace más de una semana.“

La cara de Ioana cambió repentinamente.

Su mirada se volvió fría, calculadora.

Miró por encima del hombro hacia su casa y luego volvió a mirarme.

„Deberías irte“, dijo con una voz que ya no tenía nada de la dulzura anterior.

En ese momento, noté algo que no había visto antes.

Detrás de la pila de ropa a la venta había una mochila roja.

La mochila de María.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

Ignorando las protestas de Ioana, corrí hacia la mochila y la abrí.

Dentro, encontré el teléfono de María, apagado, y una nota garabateada apresuradamente: „Mamá, estoy en el sótano. Ayuda.“

Me volví hacia Ioana, que ahora sostenía en la mano algo que parecía un cuchillo de cocina.

Pero ya era demasiado tarde para ella.

Ya había presionado el botón de emergencia en mi teléfono, y la sirena de un coche de policía se oía acercándose.

„¿Por qué?“ pregunté, mientras Ioana se daba cuenta de que no tenía escapatoria.

„Porque tu hija es exactamente como era Mihai antes de que lo perdiera“, susurró ella, y por un segundo vi en sus ojos un dolor profundo, casi inhumano.

„Solo quería ser mamá otra vez.“

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