Lyuba se despertó por el frío helado.
Su vieja chaqueta, un trapo que hacía mucho había perdido su forma, ya no podía calentarla.

El otoño se imponía con firmeza: las noches se alargaban, el viento se volvía más cruel, y ni siquiera bajo el techo de un desván abandonado era posible soportar el frío.
En invierno sería completamente imposible sobrevivir allí… pero Lyuba no tenía otra opción.
El refugio estaba cerrado para ella: tener antecedentes penales no se lo permitía.
Tampoco conseguía trabajo: apenas se enteraban de que había „cumplido condena“, sus rostros cambiaban y la conversación se cortaba de inmediato.
Como si llevara escrito en la frente: “No es de los nuestros”.
Justo frente a la ventanita de su refugio temporal brillaba un enorme cartel publicitario: imágenes brillantes, anuncios invasivos, sintonías musicales; todo eso le recordaba otra vida, llena de ruido, luz y calor.
Una vida que parecía estar cerca, pero era inalcanzable.
En una esquina de la pantalla se mostraba la hora: Lyuba había elegido ese desván justamente por eso.
Al menos podía guiarse por el reloj.
Ahora eran las 8:20.
Rebuscó en los bolsillos y encontró unas cuantas monedas arrugadas.
Probablemente alcanzaría para un panecillo y un kéfir: al menos algo para desayunar.
Se echó un poco de agua de una botella en la cara y se lavó rápidamente.
Su cabello corto sobresalía en todas direcciones: intentó alisarlo.
Siempre procuraba mantenerse presentable: lavaba la ropa cuando podía, limpiaba los zapatos con un trapo o un palito.
Quería conservar al menos la apariencia de una vida normal, de dignidad humana.
Cerca de la tienda, junto a los contenedores de basura, se agrupaban vagabundos.
Revolvían cajas, examinaban cosas.
Lyuba se estremeció: ¿acaso pronto se convertiría también en una de ellos?
Todavía no.
Seguía luchando, buscando trabajos ocasionales.
Pero ¿quién contrataría a una “exconvicta”, como las llamaban con desprecio?
Solo algunos trabajos esporádicos la salvaban de la miseria.
Compró el kéfir y el panecillo, se sentó en una banca y empezó a comer despacio.
El panecillo caliente casi le parecía una fiesta.
Y en su cabeza daba vueltas una idea: tal vez hoy debería arriesgarse e ir con el barrendero Kuzmich.
Había caído tanta hoja durante la noche, él solo no podría con todo.
“Iré, le pediré. Quizás me ayude”, decidió, y se dirigió al paso peatonal.
Pero no alcanzó a llegar a la “cebra” cuando su corazón se detuvo: una niña de unos diez años en patinete iba directo hacia la luz roja.
Del lado opuesto venía un camión a toda velocidad, tocando la bocina desesperadamente.
La niña llevaba auriculares: ni siquiera lo oía.
—¡Eh! —gritó Lyuba, pero la niña no reaccionó.
Sin pensarlo, corrió hacia ella, la agarró de la chaqueta y tiró hacia atrás.
La niña cayó a sus pies, y el patinete desapareció en ese instante bajo las ruedas.
Se escuchó un crujido, un golpe, el plástico voló en todas direcciones.
—¿A dónde ibas así? ¿No oíste la bocina? —dijo Lyuba, jadeando.
—No… Estaba escuchando música… —susurró la niña, con los ojos llenos de lágrimas.
—No llores. Te asustaste, es normal. ¿Te da pena el patinete?
—Ajá… Pero mi papá puede comprarme cien si quiere. No es por eso…
—Vamos a presentarnos. Yo soy Liubov, ¿y tú?
—Nadya…
—Bueno, Nadya, ya hemos hecho la mitad del camino: nos conocemos.
Ahora déjame llevarte a casa. No quiero que salgas corriendo de nuevo hacia un coche.
Nadya vivía cerca, a solo tres cuadras.
Caminaban en silencio, la niña aún no se recuperaba del susto.
Llegaron a una gran mansión con una cerca alta y un intercomunicador.
Un guardia con uniforme estaba en la entrada: un hombre severo.
La niña presionó el botón y las puertas se abrieron.
Nadya entró, pero el guardia le bloqueó el paso a Lyuba.
—Ella viene conmigo, Román —dijo Nadya con firmeza, y el guardia la dejó pasar a regañadientes.
—¿Papá está en casa? —preguntó.
Al recibir respuesta, se volvió hacia Lyuba: —Espere aquí, ¿sí? No tardo.
Lyuba quiso marcharse, pero la mirada decidida de Nadya la hizo quedarse.
Se quedó junto a la cerca, estrujando la manga de su chaqueta, sintiéndose fuera de lugar.
El guardia murmuró algo con desdén sobre los “andrajosos”, mirándola de arriba abajo.
Su mirada estaba cargada de asco y desprecio.
Claramente intentaba adivinar su edad: ¿veinticinco? ¿Treinta?
Los años y las dificultades habían dejado huellas profundas en su rostro.
Mientras tanto, dentro de la casa, Viktor Nikolaevich —un hombre apuesto de mediana edad con mirada autoritaria— estaba en su despacho leyendo documentos con atención.
Tenía el ceño fruncido y la mirada concentrada: claramente no estaba conforme con lo que leía.
Nadya entró corriendo a la habitación.
—¡Papá, no vas a creer lo que pasó! —exclamó.
Y le contó todo: lo del patinete, el camión, la mujer que la salvó.
Viktor palideció.
Abrazó a su hija, apretándola con fuerza contra su pecho.
—¡Nunca más vas a salir sin compañía! —declaró con firmeza.
—¡Papá, ya tengo once! Tendré más cuidado, de verdad.
—No, Nadya. El precio del error es demasiado alto. Esta decisión es definitiva.
Llamó al guardia:
—Trae a la mujer que vino con Nadya.
Un minuto después, Lyuba entró al despacho.
Estaba de pie, con modestia y timidez.
—Le estoy muy agradecido —dijo Viktor Nikolaevich con voz cálida.
—Usted salvó a mi hija.
Eso no es solo un acto, es un heroísmo.
Soy empresario y siempre valoro la ayuda.
Dígame cuánto quiere recibir.
—No… No hace falta… Solo estaba en el momento justo —dijo Lyuba, avergonzada, bajando la mirada.
Pero el hombre no se rindió.
Comenzó a preguntarle cómo se llamaba, dónde trabajaba, dónde vivía.
Tras dudar un poco, le contó brevemente algo: sobre el desván, los trabajos esporádicos, las dificultades después de salir de prisión.
Era vergonzoso, pero decidió no ocultar nada.
„Hay un buen dicho: es mejor dar una caña que un pez.
Bueno, justo tengo una vacante de camarera de pisos.
Te la ofrezco a ti.
No es nada difícil: mantener la casa en orden, limpiar.
Recibirás una habitación en la planta baja, la comida corre a cuenta del dueño.
Y este es un adelanto.
Después, todo dependerá de tu trabajo.
¿Cuál es tu decisión?“
Lyuba se quedó paralizada al ver los billetes ordenadamente colocados sobre la mesa.
La suma era enorme para ella, sobre todo comparada con las monedas con las que vivía.
No encontró palabras: solo asintió, incapaz de apartar la vista del dinero, como si temiera que desapareciera.
„¡Ángela Petrovna!“, llamó el dueño.
„Acompaña a nuestra nueva empleada, muéstrale la habitación, explícale sus tareas, preséntala al equipo.“
Ángela Petrovna, una mujer alta, de espalda recta y mirada fría, cumplió la orden.
Guió a Lyuba por la casa y le explicó todo de forma seca y objetiva.
La habitación resultó ser pequeña pero acogedora: una cama, una mesita de noche, un armario, una ventana con vista al jardín.
El baño era compartido.
La ama de llaves le dio un uniforme y la advirtió:
„Aquí todo debe mantenerse en orden.
No tolero el desorden.
Espero que eso no sea un problema.“
En la cocina fue recibida por Natalia Nikolaevna, la cocinera, con rostro amable y mejillas siempre sonrojadas.
Al ver a la recién llegada, enseguida le sirvió una taza de café y un plato con sándwiches.
„Ahora que eres una de nosotras, hay que darte la bienvenida como se debe.
Come tranquila, no tengas vergüenza“, le guiñó el ojo.
Así comenzó para Lyuba, de forma totalmente inesperada, un nuevo capítulo en su vida.
Viktor Nikolaevich no le dijo a nadie de dónde venía la nueva empleada.
Pero cuando estuvieron a solas, quiso saber más.
„Es importante para mí saber quién vive en mi casa.
Cuéntame algo sobre ti.“
Lyuba no ocultó nada.
Con calma y sinceridad, contó que había crecido en un orfanato, que estudió enfermería y quería convertirse en enfermera.
Una noche, al regresar de sus clases, fue atacada por dos hombres borrachos.
Se defendió, empujó a uno — él se golpeó la cabeza contra una piedra.
Al día siguiente, murió.
Ella fue hallada culpable de su muerte.
„Hubo un solo investigador — Maksim Maksimovich“, dijo Lyuba en voz baja.
„Fue el único que me trató como a un ser humano.
Demostró que fue defensa propia.
Pero el juez me condenó de todas formas — cuatro años.
Y ahora… soy libre.
No tengo familia, no tengo adónde ir.
Encontrar trabajo… es otra historia.
En cuanto escuchan la palabra ‚antecedentes‘, sus rostros cambian.“
Hablaba sin quejarse, solo enumeraba los hechos.
Viktor Nikolaevich la escuchó atentamente, asintiendo pensativo.
Parecía valorar su honestidad.
La casa recibió a Lyuba mejor de lo que habría podido soñar.
El chófer del dueño — un hombre imponente, con gran bigote y siempre de traje — resultó ser un bromista amable.
Cada vez que la veía, hacía una reverencia teatral:
„¡Mi respeto, mademoiselle!“, y le guiñaba el ojo como un galán de cine antiguo.
Margarita, la madre de Nadya, le trajo una bolsa con ropa.
„Toma, es para ti.
Vestidos, suéteres — solo están ocupando espacio.“
Natalia Nikolaevna, la cocinera, incluso empezó a llamarla “hija”.
Cada vez le daba algo rico: un pastelito de queso caliente, una tarta de manzana recién horneada.
Incluso la estricta Ángela Petrovna no la molestaba sin razón.
Si hacía una observación, era justa y sin enfado.
Un día, Nadya le mostró orgullosa su colección de muñecas:
„Mira, ¡todo un ejército de Barbies!
¿Tú también tenías?“
„Sí“, sonrió Lyuba.
„Pero yo les cosía la ropa con retazos de tela.
En nuestra época no nos daban nada.“
„¿En serio? ¿Me enseñas?“, preguntó entusiasmada la niña.
Y así empezaron a coser juntas ropa para muñecas.
Nadya charlaba alegremente, se probaba cada vestido, aprendía a cortar.
La única que seguía tratándola con desconfianza era el guardia Roman.
Apenas le dirigía la palabra, la miraba con frialdad y el ceño fruncido, como si esperara algo.
Mientras tanto, Viktor Nikolaevich entendía muy bien por qué era importante que Nadya ya no saliera sola.
No se trataba solo del incidente con el camión.
Su empresa constructora generaba mucho dinero, y desde hacía tiempo Dmitri Molchanov — conocido en ciertos círculos como “La Polilla” — le había echado el ojo.
Alguna vez un simple criminal de calle, había formado su propio imperio delictivo.
Varias veces le ofreció a Viktor comprarle la empresa, pero siempre recibió un no como respuesta.
Entonces empezó a amenazarlo:
„Si no quieres por las buenas, será por las malas“, decía con amenazas vagas pero claras.
Lyuba, por supuesto, no sabía nada de esto.
Ella simplemente hacía su trabajo con honestidad: limpiaba, lavaba, mantenía la casa en orden.
En su día libre decidió salir un rato — caminar, ir de compras, comprarse algo.
Después de las compras, entró a una cafetería, pidió un café y se sentó junto a la ventana, disfrutando del bullicio de la ciudad.
De repente, su mirada se detuvo en dos hombres sentados en un rincón.
A uno de ellos lo reconoció.
El mismo que la había atacado años atrás.
El otro — su hermano, el que había muerto aquella noche.
Eran los Molchanov.
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
El hombre estaba a menos de diez metros, gesticulando, hablando de algo.
Su interlocutor estaba de espaldas.
Tenía que irse, antes de que la reconocieran.
«Él definitivamente no me ha perdonado… Me culpa a mí», pensó ella.
Aunque en realidad él era el culpable — borracho, inestable, atacó primero.
Ella solo se estaba defendiendo…
Lyuba ya se había levantado, preparándose para irse sin que la notaran, cuando de repente el segundo hombre se volvió — y casi dejó caer su bolso.
Era Roman.
Su propio guardaespaldas.
En casa, Lyuba fue directamente con Viktor Nikolaevich.
Lo que había visto no le daba tranquilidad.
— Entro al café, no molesto a nadie, y ahí está ese miserable — Molchanov.
Y a su lado — Roman.
Estaban sentados en la misma mesa, hablando como si fueran los mejores amigos.
— ¿Molchanov? — frunció el ceño Viktor. — ¿El tal Dmitri que quiere quedarse con mi negocio?
— Ese mismo.
Ahora todo estaba claro: de dónde sacaba Molchanov la información, cómo se enteraba de los tratos, planes, reuniones.
La filtración venía desde dentro — desde la misma casa.
Y la organizaba alguien en quien todos confiaban más que en nadie — el guardaespaldas.
— Hay que actuar de inmediato — dijo Viktor con determinación, levantándose de la mesa.
A la mañana siguiente envió a su esposa e hija de vacaciones a países cálidos.
Tramitó las vacaciones para Natalia Nikolaevna y Angela Petrovna.
Él mismo fue a la policía.
El investigador Denis Maksimovich escuchó atentamente la historia del empresario y suspiró:
— Ya se ha oído hablar de Molchanov más de una vez.
Pero no se abre caso — no hay pruebas, ni testigos, ni hechos.
— ¿Entonces debo esperar a que la casa explote? — preguntó Viktor con amargura.
— Hay una forma — propuso el investigador. — Instalen cámaras ocultas.
Para que nadie sospeche.
Las cámaras se instalaron discretamente.
Ni siquiera le dijeron nada a Lyuba — cuanto menos supiera, mejor.
Pasaron varios días.
La vida seguía su curso.
Viktor trabajaba revisando papeles, pero de vez en cuando miraba las grabaciones de las cámaras.
Una mostraba el invernadero — ahí Lyuba regaba las flores.
Todo parecía normal.
Y de pronto… Viktor vio a Roman.
Entró en la oficina, miró alrededor, abrió un cajón y sacó… una granada.
— Maldición… — susurró Viktor mientras observaba cómo el guardaespaldas instalaba el artefacto cuidadosamente, ocultando los cables.
El teléfono de Lyuba vibró en su bolsillo.
Llamaba Viktor Nikolaevich.
— Lyuba, escucha con atención.
Roman acaba de instalar una granada en mi oficina.
La policía ya viene.
Intenta retrasarlo un poco.
Pero con cuidado — no te arriesgues.
Lyuba respiró hondo, guardó el teléfono y, tomando un trapeador, se dirigió al pasillo.
Al oír pasos, empezó a actuar.
— Roman, ¡ayúdame, por favor!
Algo está atascado, no puedo con eso — le pidió, bloqueándole el paso.
— No tengo tiempo — cortó él.
— ¡Espera un momento! — insistió ella. — Estoy sola aquí, sin ayuda de nadie…
Roman se enfadó, intentó empujarla, pero en ese momento se oyó por el altavoz:
— ¡Para, maldito!
Sin dudar, Lyuba le golpeó la cabeza con el trapeador.
Fuerte, hasta que le dolieron las manos.
El guardaespaldas cayó al suelo.
Un par de segundos después, la policía irrumpió en la casa.
Pusieron las esposas a Roman, encontraron la granada, los cables, las huellas.
Lyuba estaba sentada en el suelo, respirando con dificultad, agarrando el trapeador, mientras el investigador empezaba a tomar declaraciones.
Había suficientes pruebas.
Vídeos, evidencias, la confesión del propio Roman — se rindió rápido y contó todo: quién le dio la orden, cuánto le pagaron, qué le prometieron.
Dmitri Molchanov terminó tras las rejas.
Esta vez no le salvaron ni el dinero ni los contactos.
Un tiempo después Denis Maksimovich llamó a Lyuba:
— ¿Nos vemos?
Solo así, como personas.
No como investigador y testigo.
Quisiera darte las gracias.
Eres muy valiente, Lyuba.
Se encontraron en un café.
La conversación fue ligera y sincera.
Con el tiempo su relación se hizo más cercana.
Un día Denis le propuso matrimonio:
— Lyuba, ¿quieres casarte conmigo?
— Claro que sí — respondió ella sonriendo.
Recogiendo sus cosas, Lyuba se despidió con cariño de la casa donde comenzó su nueva vida.
Nadya la abrazó fuerte:
— ¿Prometes que vendrás a visitarnos?
— Lo prometo — contestó ella.
Viktor Nikolaevich le estrechó la mano:
— Me alegro por ti, Lyuba.
Una mujer como tú es difícil de encontrar.
Gracias por todo.
Se fueron juntos — Lyuba y Denis.
El coche avanzaba suavemente por la calle donde Lyuba había mirado desde el ático el cartel con el reloj, soñando con otra vida.
Ella miró por la ventana y pensó:
— Ahora alguien en algún lugar está mirando ese reloj.
Y ojalá también tenga suerte.
Quiero creerlo con todo mi corazón.