Al enterarse de que el niño nació con una discapacidad, su madre presentó hace once años una solicitud para renunciar a él. Sanja vio personalmente ese documento.

Al enterarse de que el niño había nacido discapacitado, su madre presentó hace once años una solicitud de renuncia.

Sanka vio personalmente ese documento.

Al saber que su hijo nació con discapacidades, su madre oficialmente renunció a él hace once años.

Esa misma solicitud —el documento de renuncia— Sanka la vio con sus propios ojos.

La encontró por casualidad cuando llevaba expedientes personales a la enfermería.

La enfermera le entregó las carpetas y le pidió que la siguiera, pero justo entonces sonó el teléfono, y ella, haciendo un gesto hacia el despacho, salió corriendo a atender la llamada, dejándolo solo.

Ni siquiera sospechaba que, al ver su propio apellido en uno de los expedientes, el chico simplemente no podría pasar de largo.

Abrió la carpeta y leyó lo que debía permanecer en secreto.

En el orfanato todos los niños esperan a sus padres.

Pero Sanka dejó de esperar.

Y también dejó de llorar.

Su corazón se endureció, se cubrió de una gruesa coraza —una protección contra el dolor, la soledad, la indiferencia.

En este orfanato, como en cualquier otro, había rituales propios.

La víspera de Año Nuevo, los niños escribían cartas a Papá Noel.

El director enviaba estas cartas a los patrocinadores, quienes trataban de cumplir los sueños más preciados de los niños.

Algunas de esas cartas incluso llegaban a unidades militares de aviación.

La mayoría de las veces, los niños pedían una sola cosa: encontrar a mamá y papá.

Y los adultos, al leerlas, se quedaban perplejos —¿qué regalo puede reemplazar al amor?

Una vez, una de esas cartas resultó ser de Sanka.

La recibió el ingeniero de vuelo, el mayor Chaikin.

Guardó cuidadosamente la carta en el bolsillo de su uniforme, decidiendo leerla en casa, junto a su familia, para discutir qué podrían regalarle al niño.

Esa noche, durante la cena, recordó la carta, la sacó y la leyó en voz alta:

„Queridos adultos: si pueden, por favor regálenme una computadora portátil.

No necesito juguetes ni ropa —aquí tenemos todo eso. Pero con Internet podré encontrar amigos y, tal vez, incluso personas que sean como familia“. Firmado: „Sanka Ivlev, 11 años“.

— Qué niños tan inteligentes hay ahora —comentó su esposa—. Y es verdad, a través de la red puede encontrar a cualquiera.

Anya, su hija, volvió a leer atentamente la carta y miró pensativa a su padre.

— Sabes, papá, él en realidad no cree que encontrará a sus padres. Ni siquiera los está buscando —porque no los tiene.

Para él, la computadora es un escape de la soledad. Mira: escribe „encontrar amigos o personas como familia“.

Porque incluso los extraños pueden volverse familia. Tomemos el dinero de mi alcancía, compremos la computadora y llevémosela nosotros mismos.

El Año Nuevo en el orfanato transcurrió como siempre: con árbol navideño, espectáculo, ronda alrededor de Papá Noel y la Hija de la Nieve.

Después, los patrocinadores invitados entregaban regalos, y a veces se llevaban a algunos niños para pasar las fiestas.

Sanka, como siempre, no esperaba a nadie.

Hace tiempo entendió que la mayoría de las veces elegían a las niñas.

A los niños nadie les prestaba atención.

Escribió la carta más por costumbre —todos escribían, así que él también.

Pero ese día notó entre los invitados a un hombre con uniforme de piloto.

Su corazón dio un vuelco, pero Sanka desvió la mirada y suspiró en silencio.

Recibió su habitual bolsa con caramelos y, cojeando ligeramente, se dirigió a la salida.

— ¡Sasha Ivlev! —escuchó de pronto su nombre y se giró.

Detrás de él estaba aquel piloto.

Sanka se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar.

— ¡Hola, Sasha! —dijo amablemente el hombre—. Recibimos tu carta y queremos darte un regalo. Pero antes, conozcámonos. Yo soy Andrey Vladimirovich, puedes llamarme simplemente tío Andrey.

— Y yo soy Natasha —agregó la mujer que estaba a su lado.

— Y yo soy Anya —sonrió la niña—. Somos casi de la misma edad.

— Y yo soy Sanka el Mutilado —respondió él un poco confundido.

La niña estaba a punto de decir algo, pero el hombre le tendió una caja:

— Esto es para ti, de parte nuestra. Vamos, te mostraremos cómo usarlo.

Entraron en una sala vacía donde normalmente hacían las tareas.

Anya le explicó cómo encender la computadora, iniciar sesión, conectarse a Internet y registrarse en una red social.

El padre se sentó cerca, interviniendo solo ocasionalmente.

Sanka sentía calor, fuerza, cuidado.

Anya hablaba sin parar, pero el chico notó que no era tonta, sabía de tecnología y practicaba deportes.

Al despedirse, la mujer lo abrazó.

El sutil aroma de su perfume le hizo cosquillas en la nariz y provocó lágrimas involuntarias en sus ojos.

Sanka se quedó quieto un instante, luego se soltó y, sin mirar atrás, caminó por el pasillo.

— ¡Volveremos, lo prometo! —gritó la niña al final.

Y desde ese día, la vida de Sanka comenzó a cambiar.

Dejó de prestar atención a las burlas de sus compañeros, no se molestaba por los apodos.

En Internet encontraba actividades que le interesaban.

Le fascinaban especialmente los aviones.

Descubrió que el primer avión de transporte militar en serie fue el „An-8“, desarrollado por Antonov, y que el „An-25“ era una modificación de este.

Los fines de semana lo visitaban Andrey y Anya.

A veces iban al circo, jugaban en los recreativos, compraban helado.

Sanka solía rechazar esos paseos —le daba vergüenza que sus invitados pagaran por todo.

Pero una mañana lo llamaron al despacho del director.

Allí, para su sorpresa, vio a Natasha.

El corazón se le encogió, la garganta se le secó.

— Sasha —empezó el director—, Natalia Viktorovna ha pedido llevarte con ella por dos días. Si estás de acuerdo, te doy permiso.

— Hoy es el Día de la Aviación —explicó la mujer—. En la base de tu tío Andrey hay una gran celebración. Quiere que vengas. ¿Vendrás con nosotros?

Sanka asintió alegremente, sin poder articular palabra.

— Excelente —sonrió Natasha y firmó los papeles necesarios.

El chico salió feliz del despacho, tomado de su mano.

Lo primero que hicieron fue ir a una gran tienda de ropa.

Le compraron jeans y una camisa.

Al ver las zapatillas gastadas de Sanka, Natasha lo llevó a la sección de calzado.

Tuvieron que buscar un poco —tenía diferente tamaño en cada pie.

— No te sientas mal —lo tranquilizó—. Después de la fiesta iremos a una ortopedia y encargaremos zapatos especiales. Cojearás menos, y nadie lo notará.

Luego fueron a la peluquería y después a casa a recoger a Anya.

Sanka cruzó por primera vez el umbral de un verdadero hogar.

Nunca antes había visto cómo vivía una familia normal.

Todo olía a calidez, a cariño, a algo familiar.

Entró tímidamente en la sala y se sentó al borde del sofá, observando a su alrededor.

Justo enfrente había un enorme acuario lleno de peces de colores —de esos que solo había visto en la televisión.

— Ya estoy lista —anunció Anya—. Vamos, Sanka, mamá nos alcanzará.

Bajaron en el ascensor y caminaron hacia el coche.

Cerca del arenero, un niño gritaba:

— ¡Vieja de trapo, viejo de trapo!

— Espera un segundo —dijo Anya y se acercó decidida.

Sanka vio cómo ella se giró de golpe, y el niño, soltando un grito, acabó en la arena.

— ¡Estaba bromeando! —murmuró, tirado.

— Bromea en otro lado —respondió la niña y volvió junto a Sanka.

El aeródromo estaba decorado con banderas y pancartas.

Tío Andrey los recibió y los llevó hasta su avión.

Sanka contuvo la respiración —nunca había estado tan cerca de una máquina voladora.

Su corazón latía con fuerza por la emoción.

Después comenzó el espectáculo aéreo.

Todos miraban al cielo, agitaban los brazos y gritaban con alegría.

Cuando el avión de Andrey apareció en el cielo, Anya gritó también:

— ¡Papá está volando! ¡Papá!

Sanka, a pesar de su habitual contención, empezó a saltar y gritó:

— ¡Papá! ¡Ahí está papá volando!

Ni siquiera notó que Anya había callado y miraba atentamente a su madre, quien se limpiaba las lágrimas invisibles.

Esa noche, después de cenar, Andrey se sentó junto a Sanka y lo abrazó por los hombros.

— Sabes —dijo suavemente—, creemos que cada persona debe vivir en familia. Solo allí se aprende a amar, cuidar, proteger y ser amado. ¿Quieres ser parte de nuestra familia?

Sanka sintió un nudo en la garganta, se le cortó la respiración.

Se abrazó al hombre y susurró:

— Papá… Te esperé tanto tiempo…

Un mes después, el niño feliz se despidió del orfanato.

Bajó con cuidado y orgullo por los escalones, tomado de la mano de su nuevo padre, y caminó casi sin cojear hacia la puerta.

Se detuvieron junto a ella.

Sanka miró hacia atrás, observó el edificio, saludó con la mano a los niños y cuidadores que lo despedían desde el umbral.

— Ahora vamos a cruzar una línea —dijo el padre—, tras la cual empezará una vida completamente nueva para ti.

Olvida todo lo malo que viviste aquí. Pero nunca olvides a quienes te ayudaron a sobrevivir. La gratitud es la mayor de las virtudes. Valora a quienes alguna vez te tendieron la mano.

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