¡Tu hijo lleva ya tres años colgado de mi cuello! ¡Ven a recogerlo!

— ¿Acaso te das cuenta de que no podemos seguir así?! — La voz de Olga temblaba, mientras sus dedos se aferraban con fuerza al borde de la silla.

— ¿Y ahora qué he hecho mal?! — Konstantin se sujetaba a la mesa, con las manos temblorosas.

— ¡Si no lo digo ahora, voy a explotar! — Ella arrojó una taza al fregadero. El estruendo de la porcelana hizo que Nastia, que acababa de asomarse a la puerta, desapareciera de inmediato.

— Nastiusha, todo está bien, ve a tu cuarto — dijo Kostia, dando un paso hacia su esposa, pero ella se apartó bruscamente.

— ¿Quieres la verdad? ¡Tu dependencia económica se acabó! — Olga, con los ojos llenos de lágrimas, corrió al pasillo. Su mirada se posó en la mochila de su esposo, colgada junto a su chaqueta.

Tiró bruscamente de la cremallera y vació el contenido en el suelo.

— ¿Estás completamente loca?! — Él la agarró de la muñeca.

— ¿Loca? ¡El que vive en una ilusión eres tú! — Ella se soltó de un tirón y lo empujó. — ¡Llevo tres años alimentando tus sueños! ¡Basta!

Un llamado interrumpió la pelea. En la pantalla: “Suegra”. Olga contestó con fastidio y puso el altavoz.

— Olenka, ¿no están discutiendo tú y Kostienka? — se oyó una voz preocupada.

— ¡No estamos discutiendo, nos estamos divorciando! — escupió Olga. — ¡Ven a recoger a tu genio!

El silencio fue tan denso que se escucharon los sollozos de Nastia tras la pared. Por el altavoz se oyó:

— Querida, ¿pero qué ha pasado?

Pero Olga ya había colgado y se secaba las traicioneras lágrimas del mentón.

Antes de conocer a Konstantin, la vida de Olga transcurría con tranquilidad.

Criada por su abuela, una enfermera de campo, había aprendido desde pequeña que la estabilidad era más importante que los sueños.

Un trabajo de contadora tras la universidad parecía una elección lógica, aunque su alma a veces anhelaba las acuarelas.

Su romance comenzó entre rasgueos de guitarra en la residencia estudiantil. Kostia —un rebelde carismático con la guitarra al hombro— la conquistó con su idea de libertad.

“¿Para qué esos informes aburridos?”, le susurraba mientras la abrazaba por la cintura. “¡Montemos un espacio de arte! ¡Tú naciste para crear!”

Los primeros años de matrimonio fueron como una fiesta. Incluso la constante intromisión de Tatiana Viktorovna no la molestaba: “Kostik es muy sensible, no lo presiones para que trabaje”.

Todo cambió con el nacimiento de su hija.

Mientras Olga estaba de baja por maternidad, Kostia pasó por una decena de trabajos temporales: fotografía, edición de video, clases de música.

Pero cuando Nastia cumplió tres años, sus “búsquedas creativas” se habían reducido a maratones nocturnos de videojuegos.

— Olya, un trabajo de oficina mataría mi personalidad — se justificaba él cada vez que ella mencionaba que el dinero no alcanzaba.

Olga guardaba silencio, pagaba la hipoteca, escondía los recibos de los servicios y seguía esperando que un día él reaccionara. Hasta esta noche.

Las peleas se volvieron su rutina diaria.

Kostia fruncía el ceño cada vez que Olga rechazaba alguna compra, y ella hervía de rabia al verlo pasar horas frente al monitor en busca de “inspiración”, mientras la pila de platos sucios crecía en la encimera.

En tres años, Kostia probó al menos diez ocupaciones diferentes.

Se quejaba de las “condiciones esclavizantes” del freelance, peleaba con los clientes o abandonaba los proyectos por “falta de creatividad”.

El salario de Olga debía tapar todos los huecos financieros, mientras él solo decía:

— No te preocupes, en cuanto lance mi increíble startup, ¡vamos a vivir como reyes!

La tensa calma del apartamento se rompió con un timbre insistente.

Olja, que esperaba al repartidor con las compras, abrió la puerta — y se quedó paralizada.

En el umbral estaba Tatiana Viktorovna, con un abrigo elegante, y detrás de ella Sergei Petrovich, cargando una caja con tartas caseras.

— Hablemos de todo sin emociones — dijo su suegra, ajustándose la bufanda con tono firme, aunque sus manos temblorosas delataban su tensión.

Kostia apareció en el pasillo, encogido, como si quisiera volverse invisible.

Su padre dejó silenciosamente la caja sobre un mueble y murmuró: — Tal vez sea solo una crisis matrimonial… ya pasará…

— ¿Crisis? — Olja apretó los puños para que no le temblara la voz. — ¡Durante tres años he mantenido el presupuesto doméstico con pérdidas, mientras su hijo considera que contribuir es indigno de él!

Tatiana Viktorovna se acercó a Kostia y le acarició el hombro: — Cariño, ¿por qué no vienes a vivir con nosotros un tiempo? Descansas, piensas en nuevas ideas…

— ¡Exactamente eso propongo! — exclamó Olja con dureza, subiendo la manga de su jersey. — Llévenselo. Yo ya no puedo más.

Sergei Petrovich carraspeó, mirando hacia la puerta entreabierta de la habitación infantil: — ¿Y Nastya? ¿No le vas a quitar a su padre…?

— ¿Padre? — Olja rió con amargura. — Ni siquiera se acuerda de llevarla al jardín. Yo lo hago todo sola — que al menos tenga estabilidad.

Los suegros comenzaron a moverse incómodos.

Kostia, con la vista clavada en sus zapatillas, dijo en voz baja: — Mamá, vámonos…

Olja se apoyó contra la pared y observó cómo ellos empezaban a revolver con maletas.

En la habitación, Nastya miraba en silencio los dibujos animados — demasiado acostumbrada a las peleas como para llorar.

— ¡No me puedes separar de Nastya! — gritó de repente Konstantin, tumbando un taburete.

— Puedes verla, pero no viviremos más bajo el mismo techo — dijo Olja con los brazos cruzados, como si levantara un muro. — Mañana presento la demanda de divorcio.

El silencio se volvió más espeso, solo roto por los suaves sollozos de su hija tras la pared delgada.

— Querida, esto es solo un arrebato — suplicó Tatiana Viktorovna, juntando los dedos como si pidiera clemencia. — Algún día mirarás atrás y te arrepentirás de esta prisa.

— Ya estoy sola — susurró Olja, cerrando los ojos, con la voz temblorosa. — Cada día es una carrera: trabajo, deudas, casa. Ya no tengo aire.

— ¡Siempre lo mismo! — gritó Kostia, golpeando la mesa con el puño y haciendo tintinear las tazas. — ¿Crees que no lo intento? ¡En esta ciudad no hay nada para gente con ambición!

— ¡Tus „ambiciones“ se reducen a juegos y excusas! — Olja señaló el portátil en la esquina. — Vasya, tu amigo, traduce textos como freelancer — mantiene a su familia. No con quejas, sino con trabajo.

— ¿Y qué, quieres que me vuelva un oficinista como él? — bufó su marido con desprecio.

— ¡Aunque sea barrendero, con tal de que dejes de vivir a mi costa! — Los ojos de Olja brillaban. — Creatividad no es sinónimo de pereza.

Sergei Petrovich, que hasta entonces había guardado silencio, se frotó la barba: — Hijo, ¿por qué no dijiste nada? Podía hablar con colegas, encontrar algo para ti…

— ¿En su oficina, de nueve a seis? No, gracias — Kostia hizo una mueca como si probara limón. — Prefiero volver a mi antigua habitación — allí al menos puedo respirar.

Olja se tambaleó hasta la cocina.

El espacio estrecho con geranios en el alféizar, que antes olía a canela y calidez, ahora parecía una jaula.

Se aferró al borde del fregadero, sintiendo náuseas.

Su suegra se acercó en silencio: — Hablemos sin gritos. Quizás…

— Todo está dicho — la interrumpió Olja, pero le indicó que podía sentarse.

Sergei Petrovich se removió en la silla y fue el primero en hablar: — Dale un mes, Olenka. Tal vez algo cambie…

— Las oportunidades se agotaron hace tres años — rió ella con amargura. — Cada día debo elegir: comprarle fruta a Nastya o pagar la luz. Y él espera que el universo le caiga a los pies.

Tatiana Viktorovna le tomó la mano: — Él simplemente… no sabe hacerlo de otra forma.

— ¡Porque ustedes le enseñaron a huir de la responsabilidad! — Olja suspiró profundamente, dándose cuenta de que el dique se había roto. — Ustedes decidieron todo por él: los deberes, los estudios.

¿Ahora debo ocupar yo ese rol? No. Yo quiero un esposo, no un alumno.

Kostia, pálido, estaba congelado en el marco de la puerta: — Si todo está decidido, repartamos las cosas. Hipoteca, muebles…

Olja lo miró y por primera vez notó canas en sus sienes.

¿Cuándo había envejecido? — pensó fugazmente.

Pero apretó los labios y asintió: — Mañana contrato a un abogado.

Tras la pared, Nastya subió el volumen del dibujo animado — una banda sonora ya familiar en las peleas.

Olja se dio cuenta de que su hija ya no intentaba intervenir.

Se había acostumbrado, pensó con amargura, tragando saliva.

— Lo único que tenemos — dijo Olja — es la hipoteca que pago y un coche que dieron mis padres. No hay nada que repartir.

Sergei Petrovich carraspeó, desviando la mirada: — Quizás podríamos pagar parte del préstamo… Para que todo siga como antes…

— Papá — dijo Kostia, frotándose el puente de la nariz — sabes que jamás ganaré esas sumas.

— No quiero nada — interrumpió Olja. — Llévense sus cosas. Nastya se queda conmigo, pero él puede verla cuando quiera.

— ¿Y dónde voy a vivir? — preguntó Kostia, bajando la mirada por primera vez esa noche.

— Con tus padres — respondió Olja con frialdad. — Si creen tanto en tu „inspiración“, que también se encarguen de tu comodidad.

Tatiana Viktorovna se llevó un pañuelo a los ojos:

— Está bien… Pero por el bien de Nastya — sin escenas delante de ella.

— Ya lo entendí — dijo Kostia con brusquedad, dándose vuelta hacia el armario. — Empacaré y me iré.

Nastya se asomó por la puerta y se aferró al dobladillo del jersey de su madre: — ¿Papá, te vas a llevarme?

Olja se agachó hasta quedar a la altura de su hija: — Cariño, los adultos toman decisiones…

— ¡Pero quiero saberlo! — gritó la niña, con las manitas en la cintura, imitando el gesto de su madre. — ¿Por qué se va papá?

Kostia la abrazó con fuerza: — Me quedaré cerca, mi amor. Vendrás a casa de los abuelos — haremos galletas con la abuela.

— ¿Entonces no vas a volver? — susurró Nastya, alejándose de él como si fuera un extraño. — Mamá, ¿es para siempre?

— A veces los adultos dejan de ser un equipo — tragó Olja, con los labios temblorosos. — Pero los dos te amamos. Esto es lo mejor.

La niña empezó a llorar, abrazándose a la camisa de su padre.

Kostia palideció, la devolvió a Olja y tomó su mochila como si buscara aferrarse a ella.

— Llevemos a Nastya a su cuarto — propuso Sergei Petrovich con una sonrisa forzada. — Luego ayudamos a Kostia a empacar.

— No hace falta — murmuró Kostia, agarrando su abrigo del perchero. — Traigan las cajas — yo haré el resto.

El silencio llenó el apartamento, espeso como jarabe.

Olja acariciaba mecánicamente la espalda de su hija, recordando cómo Kostia había jurado „cambiar“ cuando supieron que vendría Nastya, cómo se reían de sus planes descabellados.

Ahora parecía un sueño.

Una hora después, había tres cajas junto a la puerta con las etiquetas “Libros”, “Ropa”, “Varios”.

Kostia miró a Olja, pero ella apartó el rostro y abrazó a Nastya, que ya solo sollozaba suavemente.

— Ya está — dijo él, tomando el asa de su maleta. — Me voy.

— Llámame si… — empezó Tatiana Viktorovna, pero Olja la interrumpió:

— Llamaré si hay motivo.

La puerta se cerró de golpe.

Olja se dejó caer al suelo, apoyada contra la pared.

En el espejo frente a ella vio a una mujer con el rostro empapado en lágrimas, pero en su pecho ardía una luz extraña — como si se hubiera quitado una mochila pesada.

— Mamá, ¿de verdad papá no vuelve? — preguntó Nastya con la frente apoyada en su hombro.

— No — dijo Olja, levantando a su hija y besándola en la coronilla. — Pero te escribirá, te invitará. ¿Te gustaría?

La niña asintió, aferrándose al jersey de su madre.

Desde fuera se oyó el rugido de un motor.

Olja fue a la ventana y vio cómo los padres de Kostia cargaban las cajas en el maletero.

Él estaba aparte, fumando, y bajo la luz de la farola parecía un extraño — un hombre de otra vida.

— Nastya, vamos a hacer algo rico — dijo Olja, tomando la mano de su hija. — ¡Hoy hasta se puede comer helado!

— ¿Y después dibujos animados? — preguntó la niña, frotándose los ojos, buscando una sonrisa.

— ¡Claro! — Olja abrió la nevera, pero se quedó inmóvil al ver los restos de una taza rota bajo el fregadero.

Se puso guantes y los recogió como si enterrara el pasado.

Mientras Nastya elegía una película, Olja recorrió con la vista la cocina.

El estante con las tazas de Kostia estaba vacío, pero sobre la mesa había un dibujo infantil — una casita amarilla bajo un arcoíris.

Eso basta, pensó, encendiendo la hornilla.

— ¡Mamá, mira! — gritó Nastya, señalando la pantalla donde unos animalitos bailaban. — ¡Son como nosotras!

Olja se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.

Afuera ya era de noche, pero en el apartamento olía a huevos revueltos y esperanza.

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