Ya habían pasado cuarenta días desde que Nastasja había enterrado a su esposo.

En el día cuarenta y uno, Nikolái llamó a la puerta de su cabaña.

—Nastasja, quiero hablar contigo —dijo con una voz algo insegura.

—¿Hablar de qué? —respondió la mujer de forma poco amable.

Nastasja nunca había sentido aprecio por Nikolái, porque tenía un carácter explosivo, incluso conflictivo.

Si no fuera por su difunto marido, jamás le habría dejado cruzar el umbral de su casa.

Pero su esposo Mijaíl, por alguna razón, siempre lo había tratado bien.

Su difunto marido, en general, era demasiado bueno con todos, se llevaba bien con todos los vecinos, sin importar su carácter.

—Ayer, durante la conmemoración, preferí no decir nada delante de los demás… la gente podría malinterpretarlo… —continuó Nikolái con inseguridad.

—¿Y qué querías decirme? —preguntó Nastasja con desconfianza.

—Pues… tenemos que colocar una lápida para Mijaíl…

—¡Para eso no te necesito! —exclamó ella de inmediato con enojo.

—Ya lo hablé con mis hijos. ¿A ti qué te importa? Ocúpate de tus asuntos y no te metas en los nuestros.

—Tranquila, Nastasja —la calmó el vecino.

—Las lápidas hoy en día cuestan mucho dinero. Muchísimo. Fui al cementerio y lo pregunté.

—No te preocupes, no estamos en la miseria. Mis hijos ganan bien en la ciudad. Pondremos una buena lápida y una cerca de metal.

Todo como debe ser. Y sin necesidad de tus comentarios.

—¡Espera! —Nikolái empezaba a enojarse, su carácter se hacía notar.

—Escúchame una vez en la vida. Tal vez tus hijos necesiten ese dinero para otras cosas. Tú también. Y yo… yo quiero pagar la lápida de Mijaíl. De mi propio bolsillo. ¿Lo entiendes?

—¿¡Qué!? —Nastasja lo miró con recelo.

—¿Y a qué viene esa generosidad de repente?

—Porque respetaba a tu esposo. Por eso quiero hacerlo.

—¡Y a mí qué me importa lo que tú quieras! —gritó casi Nastasja.

—¿Acaso no necesitas dinero tú mismo? ¿O eres algún millonario secreto? La gente no opina eso de ti.

¡No me hagas reír, Nikolái! Tienes esposa. Y si se entera de que quieres regalarle una lápida a Mijaíl, me va a hacer la vida imposible.

—¡No te hará nada! ¡Ya sabe de mis planes! Y está totalmente de acuerdo.

—¿Ah, sí? ¡Pues yo no estoy de acuerdo! ¡Es mi esposo, y yo le pondré la lápida! ¿Está claro? Se acabó la conversación. ¡Vete ya!

—¿Estás loca, Nastasja? —preguntó desconcertado el vecino.

—Te estoy ofreciendo ayuda. Desinteresada. ¿Qué estás haciendo?

—No necesito tu ayuda —respondió con orgullo Nastasja.

—¡No soy una mendiga para que me den limosnas así como así!

—¡Qué mujer tan terca eres! —gruñó Nikolái lleno de rabia.

—¡Cómo aguantó Mijaíl toda su vida contigo! ¡Si fueras mi esposa, ya te habría sacudido toda la tontería de encima!

—¿¡Encima me vas a insultar!? —Nastasja se acercó al fogón y adoptó una postura amenazante.

—¡Sal de aquí mientras puedas, o agarro el atizador y te doy con él en la espalda!

—Está bien, al diablo contigo, me voy —gruñó el vecino, metió la mano en su bolsillo, sacó un fajo de billetes y lo tiró sobre la mesa.

—¡Pero antes toma esto! Toma el dinero y haz con él lo que quieras. ¡Hasta lo puedes quemar si quieres!

—¿Te has vuelto loco, Nikolái? —Nastasja se quedó perpleja al ver los billetes de mil.

—¿Qué haces lanzando dinero así como así? ¿Te has vuelto completamente loco?

—Voy a darle este dinero a tu esposa. Que sea ella quien te castigue por tus nobles gestos.

—¡No lo aceptará! ¿Entiendes?

—¿Y por qué no lo aceptará? ¿Lo han robado o qué? ¿Quieren deshacerse de él rápidamente?

—¡Pero qué…! —Nikolái se quedó sin aliento del enfado.

—Me obligas a decirte la verdad… Aunque le prometí a Mijaíl que nunca lo haría… Pero ya no tengo opción. Que me perdone…

—Vengo a devolver una deuda. ¿Lo entiendes? Estoy pagando una vieja deuda.

—¿Qué? ¿Qué deuda?

—Una deuda de dinero. Hace diez años, Mijaíl me ayudó muchísimo con este dinero.

—¿Mijaíl? ¿A ti? ¿Con dinero? —Nastasja no podía creer lo que oía.

—Sí. Siempre quise devolvérselo, pero él nunca lo aceptaba. Decía: ahora no lo necesito.

Pero cuando muera, ayuda a mi esposa de alguna manera. No tiene que ser con dinero, puede ser con alguna acción buena.

—Mijaíl, Mijaíl… —suspiró Nikolái.

—Yo mismo ya no estoy bien de salud. Ayer pensé: ¿y si tú necesitas ayuda un día y yo ya no estoy?

Entonces esa deuda seguiría conmigo. Sería un pecado. Por eso quería usar ese dinero para la lápida. Ese era mi plan.

—¿Qué estás inventando? —susurró incrédula Nastasja.

—Si Mijaíl le hubiera prestado dinero a alguien, me lo habría dicho.

—¡Ni lo sueñes! Tú lo habrías vuelto loco con tus quejas. ¡Aquí hay cuarenta mil!

—¿¡Cuánto!? —Nastasja se quedó inmóvil y miró el dinero.

—¿Cómo puede ser? ¿Cómo no me di cuenta de que faltaba ese dinero en casa?

—Porque tu Mijaíl sabía trabajar como nadie. Mira la casa que les construyó.

Y a los hijos, los sacó adelante. Qué hombre tan valioso… de oro.

—Yo debería haberlo notado… —murmuraba Nastasja.

—Cuarenta mil… en aquella época… es una locura… Y se lo diste así nomás…

—No solo a mí. Ayudó a muchos en el pueblo —confesó de pronto Nikolái.

—Y a todos nos prohibía decírtelo.

—¿Pero por qué? —preguntó desconcertada la mujer.

—Yo no era una extraña… era su esposa…

—Tú bien sabes por qué… —Nikolái se encogió de hombros.

—A las mujeres no les gusta que sus maridos presten dinero. La mía es igual que tú. Dice: prestar es fácil, recuperar es lo difícil.

Y tiene razón. Pero Mijaíl era distinto. Siempre decía: devuélvanle esta deuda a mi esposa, cuando yo ya no esté.

—Dios mío… —susurró Nastasja, dejándose caer en una silla.

—Y yo que pensaba: ¿qué les pasa a mis vecinos? Uno me trajo leña para el baño así sin más, otro aró la tierra hace unos días y se negó a aceptar dinero, e Iván prometió diez sacos de pienso para gallinas también por nada…

—Sí, Nastasja. Ese era el hombre que tuviste. Así que haz con el dinero lo que quieras.

Pero tal vez… tal vez sea mejor que lo uses para la lápida. Aunque bueno, eso ya es cosa de ustedes. Me voy.

Nikolái suspiró profundamente, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—Nikolái… —lo detuvo Nastasja.

—Perdóname… por ser tan dura. Y… gracias.

—No me lo agradezcas a mí. Agradéceselo a tu Mijaíl. Que en paz descanse —sonrió Nikolái y salió de la cabaña.

Y Nastasja se quedó sentada mucho rato a la mesa, revisando el dinero que había dejado, y suspirando con pesar…

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