Elena guardó silencio durante todos esos años sobre lo que le había ocurrido. Vivía en calma, sin inmiscuirse en los asuntos ajenos.
Cuando alguien pedía su ayuda, acudía sin dudar, sin imponerse. Sentía el mundo más intensamente que cualquier animal salvaje.

Con un sutil movimiento de aire detectaba la presencia ajena. Los olores revelaban enfermedades o emociones.
Un día llegó un hombre a su consulta. Le preguntó:
— ¿Cómo lo haces? Me he duchado, me puse ropa limpia. En media hora hasta tu casa no absorbí olores de calle, pero tú detectaste mi problema sin fallo.
Elena esbozó una ligera sonrisa:
— Las personas con dolencias emanan un olor a desesperación. Solo hay que aprender a identificarlo.
Lo que para otros era incomprensible, ella lo había hecho suyo. Pero aquel visitante fue demasiado curioso.
— Dicen que ayudas a muchos. Yo no vine sin razón. Pero dime, ¿por qué no puedes ayudarte a ti misma? Perdona mi osadía, pero me parece injusto.
Elena solo encogió los hombros:
— No puedo. No se cura con hierbas. No es una enfermedad, sino algo que sucede en la mente.
El hombre respiró hondo:
— A veces, tras un gran miedo o un suceso terrible, alguien pierde el habla o tartamudea. A mí no me pasó eso, pero perdí la vista.
Fue la única vez que Elena habló abiertamente de su ceguera.
Y solo porque aquella voz le recordó a un hombre a punto de morir. Lleno de desesperación, sin esperanza. Elena sintió su fuego interior. Sabía que quedaba poco tiempo.
Ese día libre, Elena salió al bosque como de costumbre. A su lado caminaba Baron, un perro grande y peludo, inteligente y fiel, travieso cuando nadie vela por él.
Elena sonreía al oír sus saltos; sabía que la cuidaba. Si tropezaba, Baron se echaba a su lado para protegerla.
En el pueblo cercano la llamaban “Oma Lena” (Rita Lena).
Nadie lo cuestionaba. Se bajaba la cofia para ocultar su rostro; nadie sabía que el próximo año cumpliría cincuenta. Era mejor que la consideraran anciana.
De pronto, Elena se detuvo. Baron también. Aguzó el oído. Desde su ceguera, su audición se había vuelto increíblemente aguda.
Sintió un coche acercarse por el camino, cada vez más cerca. Baron se pegó a su pierna, para que sintiera su presencia.
— Calla, Baron, tal vez hasta nos oigamos —susurró.
El coche se detuvo junto a su casita. Elena y su perro se acercaron al portón. Por fortuna, no llegaron hasta allí.
La inquietud crecía en el corazón de Elena. Cuando alguien llega para pedir ayuda, se siente otra cosa.
Ahora sentía mal augurio: un huésped desconocido traía la desgracia.
Se abrió la puerta del auto. Una voz masculina dijo:
— ¿Por qué todo esto? Si los médicos no consiguieron ayuda, una hierbera en un pueblo remoto seguro que no lo logrará.
— Te equivocas. ¿Quién te llevó a todos los especialistas? ¿Quién se preocupó por ti?
Nació tu esposa aprobándome —respondió ella con firmeza— NADA funcionó. Y ahora recurro a ti, tu última esperanza.
El hecho de que mueras aquí, rodeado de naturaleza, es mejor que morir en casa.
Tendrás aire puro, sol, atardeceres. ¿Ves qué bien me ocupo? Incluso traje una silla.
— Eres un sinvergüenza —respondió la mujer del hombre—. Olvídalo. Todas tus cuentas están bloqueadas.
— No importa. Esperaré. En cuanto heredes, las desbloquearé. No creo que tarde.
— ¡Estoy harto de ti! No puedo verte más. Es horrible estar al lado de un cadáver —le replicó él—. Anda, márchate.
El coche arrancó y se marchó. Elena reconoció la voz femenina al instante.
Ya había venido antes, ofreciendo dinero a cambio de envenenar al enfermo. No entendió: allí la vida valía más que el dinero.
El hombre habló débilmente:
— Hola… perdón, me dejaron aquí. No puedo irme.
Elena se quedó inmóvil. Esa voz también le resultaba familiar, pero su memoria no alcanzaba a recordar el nombre.
— Hola —respondió en voz baja.
Ella y Baron no tardaron en acercarse. El perro estaba en tensión.
Elena entendía por qué. El hombre estaba sentado en el suelo, debía llegar a la silla que mencionó la mujer. Elena tanteó con su bastón. Sintió y colocó lo necesario.
— Aquí estás —dijo—. Siéntate.
Él respondió que no podía sujetarse. Entonces Elena llamó a Baron, que emitió un gruñido casi risueño. Con ayuda del perro, el hombre se sentó.
— No puedes irte. Tu presión está alta, es peligroso —advertía Elena, apoyando la mano en su frente.
El hombre se sobresaltó:
— ¿Cómo lo sabes?
Algo brotó en su interior: debía recordar por qué la voz le resultaba familiar.
Pero no llegó el recuerdo. Elena sintió la cólera despertar por primera vez.
Entonces su mente hizo una broma cruel: como aquella vez… hace treinta años. Casi treinta y uno.
Elena joven, llena de sueños, marchó a la ciudad para estudiar, trabajar y conquistar el mundo.
Al segundo día conoció a él. Y lo amó profundamente. Después descubrió que estaba embarazada.
Corrió a su casa para contárselo, pero al llegar se encontró con otra mujer en su cama.
No fue un golpe, fue el inicio de la locura. Salió corriendo sin rumbo, vomitando como una borracha.
Quiso desaparecer, correr al río cercano donde solía estar con Aleksej. Y no recuerda más.
La encontraron al día siguiente, inconsciente. Le dijeron que había perdido al bebé, pero ese bebé jamás existió para ella.
Todo antes de esa oscuridad se borró. Llegó a aquella casa por azar. Una anciana del refugio le habló de hierbas, del campo…
Elena solo tenía una vieja choza en ruinas a doscientos kilómetros de la ciudad. Se fue allí, reaprendió a vivir.
El médico le preguntó si viviría sola.
— ¿No lo soy ya? —contestó.
— Tal vez aquí recuperes la vista. Tu caso es único. Ve a la ciudad a probar, pero nadie lo logró. Una mujer vivió cinco años y murió.
— Lo comprendo.
— Pero no pierdas la esperanza. A veces ocurren milagros.
Y ella persistió. Reaprendió con sus sentidos potentes. Experimentó con las hierbas, desarrolló un sexto sentido.
Empezó ayudando a varios: con alcohol, con presión… siempre sin pagar, a cambio de comida.
Un día llegó un visitante con Baron, que aún era cachorro. Elena supo que sería su mejor amigo. Con facilidad se orientaba en casa.
Mientras tanto, el hombre enfermo se agravaba. Elena preparó una decocción y se la ofreció:
— Bebe.
— Puaj, sabe mal.
— Bebe mientras aún hueles. Cuando desaparezca, será tarde.
Él bebió, y ella le indicó que se recostara. Respiraba con tranquilidad.
Elena exhaló y se quitó la cofia y el abrigo. Sintió el calor de su frente. Un dolor, viniendo de sus ojos.
No lo podía creer: podía ser alguien de su pasado. Volvió a tocar su frente:
— ¿Lena? —murmuró el hombre.
Ella retiró la mano. Más dolor. El corazón latía fuerte, los oídos zumbaban. Algo ocurrió que nunca debió suceder.
— ¿Aleksej? —susurró con voz temblorosa.
— Lena —respondió él.
— No puede ser… es locura —murmuró ella—.
— Pero tú moriste hace años. Yo te busqué. Vieron tu tumba. Casi enloquezco. Tenía doctores en casa.
Elena se quedó en silencio, cerró los ojos.
— Y yo también morí. Cuando te vi con aquella otra. Nuestro hijo también murió.
— Lena, ¿de qué hablas? ¿De qué otra, qué hijo?
— Esa noche descubrí que estaba embarazada. Quedamos junto al reloj.
No pude esperar, corrí a tu casa. Mi madre dijo ‘ven aquí’. Y… —se paralizó.
— Espera, esa noche no pudiste estar acá. Yo estaba fuera, volví a las ocho.
Tenía miedo de encontrarte bajo el reloj. No estabas. Fui… a la sala común: no había nadie.
Seguí, furioso por creer que querías castigarme. Luego fui a buscarte un regalo: esa vieja cucú de pared que querías.
Dijiste que era símbolo de la familia. Te pedí matrimonio con esa cucú en lugar de un anillo.
Entonces, allí en esa habitación…
— Mi primo estaba ese día. ¡Ay, madre! Ella instigó contra ti. Lena, ¿qué te pasó?
Entonces ella habló sin entonar: relató todo. Incluso lo que había olvidado.
— Niña, sufriste… ¿Cómo pudiste pensar eso? Sabías que yo te amaba.
Elena abrió los ojos, gritó y cayó desmayada. Baron corrió hacia ella. Aleksej se resbaló de la silla.
No se recuperó del desmayo; no pudo mantenerse en pie y su estado empeoró.
— ¡Lena! ¡Lena!
Poco a poco recobró la conciencia. Sus ojos ardían, pero algo había cambiado: ya no era una oscuridad total.
Vagamente, vio luz. Parpadeó… todo comenzó a tomar forma.
— ¡Veo! ¡Veo! —exclamó.
Un año entero curó a Aleksej. De pronto, él quiso vivir de nuevo.
— Leni, somos tan jóvenes. Me levantaré. Venceré todas las enfermedades. Estamos unidos, ¿lo entiendes? ¡Nos restan veinte o más años juntos, Len!
Ella sonrió entre lágrimas. Infundió con hierbas los viejos cicatrices que lo limitaban.
Mientras tanto, Sofja conducía hacia esa cabaña, dispuesta a pagar a la hierbera.
Quería enterrar a Aleksej… o al menos descubrir al culpable, los documentos eran primordiales.
Vivió dos años con un amante en el extranjero, que resultó estar casado, sin esconder la fuente de dinero.
A su vuelta, esperaba que todo siguiera igual. Pero nadie sabía que su esposo había muerto.
Nada. Iba a averiguar todo por sí misma. Daba vueltas sin encontrar la casa: todo había cambiado.
De pronto apareció un auto. La conductora preguntó:
— ¿Sabe dónde vive la herbolaria? No encuentro la cabaña.
El hombre del coche se quitó las gafas y sonrió burlón. Sofja dio un paso atrás:
— ¡Aleksej!
— ¿Una broma?
Una mujer mayor salió.— ¿Usted? —dijo— Usted debe tener noventa años.
— Aleksej, ¿cómo puedes seguir vivo?
Él sonrió. Sofja, abatida, gritó:
— ¡Esto no puede ser verdad! Los médicos dijeron: seis meses y adiós. ¿Me oyes?
— Te oigo. Y escucha: esa casa era tuya. Tras el divorcio, te la regalé. Vive allí. El acuerdo legal está en la mesa.
— ¿Vivir allí? ¿Y el dinero?
— No, rechazo tu divorcio.
— Sofja, basta. Hace medio año me casé con una mujer a quien amo.