Tras cumplir la condena, el hombre se enteró de que los familiares de la persona a la que había privado de la vida vivían ahora en la pobreza, y decidió ayudarlos.

— ¡Hijo! —exclamó Vera Antónovna, quedándose de repente inmóvil en el umbral de su apartamento.

Sus ojos se agrandaron de asombro y felicidad, y sus manos se alzaron al cielo como aves a punto de emprender el vuelo.

Corrió hacia su hijo, que acababa de entrar dejando la puerta entreabierta, como si no creyera lo que veían sus propios ojos.

— ¡Cómo me has asustado! ¿Por qué no dijiste nada? ¡Pensé que te quedaban todavía seis meses tras las rejas!

¡Y el abogado ni siquiera soltó prenda!

La madre no pudo contenerse: rodeó su rostro con las palmas de las manos, acarició su cabello, sus mejillas, sus hombros, como comprobando si era él de verdad, vivo, o si era otra pesadilla.

Su cuerpo lucía delgado, anguloso, como si los años de prisión le hubieran arrebatado fuerzas y juventud.

Pero la mirada… la mirada seguía siendo la misma: clara, decidida, varonil.

— Ilyushenka, mi querido… ¡Qué felicidad tan grande!

—sollozó ella, con la voz temblorosa, saturada de emociones que habían clamado por liberarse durante largo tiempo.

— Mamá, no empieces de nuevo —intentó calmarla Ilya, estrechándola con fuerza y besándole la mejilla empapada en lágrimas—.

Ya todo ha quedado atrás. Estoy en casa. Y en cuanto al abogado…

fui yo quien le pidió que se mantuviera callado. Quería preparar una sorpresa.

— ¡Ay, eres un pillo! —sacudió la cabeza Vera Antónovna, aunque ya comenzaba a organizarse—.

Hay que darte de comer, darte calor, hacer que olvides lo que es comer en un cuenco de aluminio bajo la mirada severa del guardia.

Intentó escabullirse hacia la cocina, pero Ilya la detuvo con suavidad pero con firmeza, interponiéndose entre ella y la puerta.

— Espera, mamá. Estás diciendo algo raro. Quieres ocultar algo. ¿Qué ha pasado?

Vera Antónovna bajó la mirada, y en ese gesto se adivinaban tantas palabras no pronunciadas que Ilya entendió de inmediato: las noticias no eran buenas.

— Tu Lera… —susurró, como si pronunciar su nombre doliera más que decir la verdad—.

Se fue en cuanto te metieron en la cárcel. Así es ella…

Su mirada culpable, el aliento entrecortado, toda su postura lo decían todo.

Pero Ilya ya conocía la respuesta de antemano. Nunca la vio en las visitas, ni una carta, ni una llamada. Desapareció sin dejar rastro.

— Lo esperaba —espetó él con amargura—. Ni una sola visita.

Dios la juzgue.

— Cierto —contestó concisamente Vera Antónovna y, para distraerse de los pensamientos tristes, se dirigió a la cocina—.

Voy a intentar preparar algo rico.

— Mamá —la llamó Ilya, abrazándola de nuevo—.

Yo primero quiero ir al baño. Lo he soñado durante todo año y medio. Quiero relajarme, limpiarme, olvidar ese olor a jabón de la prisión.

— Claro, hijo —asintió ella, secándose las lágrimas—.

Incluso compré espuma con aceite de cedro, como si supiera que hoy volverías.

Tumbado en el agua tibia, Ilya cerró los ojos y se sumergió lentamente en sus recuerdos.

El aroma del cedro cosquilleaba sus fosas nasales, las burbujas de la espuma jugueteaban en su piel como antiguos besos de la mujer amada.

Se casaron con Lera cuando ella tenía apenas veintidós años, pero parecía que había vivido más que la mayoría en toda una vida.

Inteligente, serena, con una mirada penetrante y una sonrisa fría, era un enigma que él nunca llegó a descifrar.

Tras la boda se establecieron en su casa: un piso de tres habitaciones, una para la madre, otra para ellos como recién casados.

Ilya prometió que pronto comenzaría a trabajar, ganaría dinero y se mudarían.

Pero el tiempo pasaba y las circunstancias se empeñaban en ir en su contra.

El día de su tercer aniversario de boda decidieron celebrarlo de forma modesta, pero todo salió mal.

Lera bebió un poco de más, alguien sugirió acompañar a un amigo, y ella, riendo, tiró de Ilya para que la siguiera.

— ¡Vamos, Ilyusha, a animarnos! —entonaba ella con alegría, pero aquel aire era denso, como si presintiera un desastre.

Ilya aceptó, aunque sentía inquietud interna. Incluso su madre, normalmente comedida, lo advirtió:

— Hijo, ¿no será mejor que te quedes? Mi corazón no está tranquilo.

— Bah, mamá, será rápido —respondió él, sin saber que aquella noche lo cambiaría todo.

La calle estaba oscura, el verano ya se inclinaba hacia el otoño, y grupos de borrachos avanzaban por las aceras.

Unos gritaban y reían, otros simplemente se apresuraban a volver a casa.

Lera, ebria, rozó sin querer a un grupo de chicos, gritando algo ofensivo.

— ¡Fuera, maldito! —le espetó a uno de ellos, en respuesta a una mirada desafiante.

— ¡Vas a pagar por lo que has dicho! —vociferó uno de los chicos y, sin atender a Ilya, agarró a Lera.

Ilya reaccionó al instante. Agarró la mano de Lera y luego golpeó al que se había atrevido a tocarla.

El muchacho cayó como segado. Alguien corrió a socorrerlo, otro fue a buscar la ambulancia. Pero no hubo forma de salvarlo:

los forenses concluyeron que la causa de la muerte fue una aneurisma que pudo reventar incluso con un estornudo.

Pero la familia del fallecido era influyente.

Ilya fue condenado por excederse en defensa propia y causar una muerte imprudente. Aunque Vera Antónovna tenía sus contactos, no pudo hacer nada.

El juez estimó que debía imponer una pena ejemplar para que a otros no se les ocurriera.

— ¿Ilyusha, no te estás ahogando? —oyó la voz de su madre tras la puerta del baño.

— No, mamá, ya salgo —respondió él, abriendo el grifo del agua caliente para calentarse de nuevo.

En la mesa le esperaba un verdadero festín: col guisada, trigo sarraceno casero, pepinillos en vinagre, pastel de pescado.

Todo olía tan familiar, tan reconfortante, tan necesario después de meses de monotonía alimentaria.

— ¡Qué aroma tan rico! —exclamó Ilya, cerrando los ojos para inhalar—. ¡Cuánto extrañé esto!

— Come, come —sonrió Vera Antónovna—. Yo voy a la tienda; se ha acabado el pan y hace falta comprar huevos para mañana.

¿Te gusta la tortilla?

Ilya, con la boca llena, asintió alegres y se rió.

La tienda estaba literalmente a la vuelta de la esquina; esa cercanía era la única alegría del barrio.

Vera Antónovna compró los alimentos y luego se dirigió al quiosco donde siempre vendía un azerbaiyano llamado Ahmet, que la conocía desde niña y se alegró de verla.

— ¡Cuánto tiempo sin veros! —celebró Ahmet—. ¿Cómo están? ¿Y tu hijo?

— Hola, Ahmet —respondió ella con calidez—. Ilya ha salido de prisión. Trae manzanas, las más jugosas y deliciosas, para mi hijo.

Ahmet llenó generosamente una bolsa de manzanas, como queriendo mostrar su apoyo. Entonces, el dobladillo de su vestido fue agarrado por una niña pequeña, de unos cinco o seis años, con un vestido raído, las mejillas sucias y unos ojos enormes.

— Abuela, ¿no necesita usted un televisor? Necesito el dinero para medicinas para mi madre…

— ¿Dónde están tus padres? —preguntó Vera Antónovna, mirando a su alrededor, pero no había nadie más—.

— Mi mamá está en casa, está enferma —contestó bajito la niña.

— ¿Y tu papá? —frunció el ceño la mujer.

— Mi papá murió —respondió con indiferencia, como si hubiera aceptado esa idea desde hacía tiempo.

— ¿Dónde vivís?

— En aquella casucha —señaló ella hacia un barracón de madera casi derruido.

— Vamos, que quiero ver vuestro televisor —decidió Vera Antónovna.

De camino supo que la niña se llamaba Nastia, que apenas recordaba a su padre, sólo momentos en que él gritaba a su madre y ella lloraba.

La casa a la que llegaron estaba en un estado lamentable: torcido, desconchado, con trapos de madera sustituyendo ventanas.

Al subir por la escalera chirriante, Nastia advirtió:

— Cuidado, aquí el peldaño se hunde.

Dentro, a pesar de la ruina, había limpieza y cierto aire acogedor.

De pronto, Vera Antónovna se detuvo.

En la pared colgaba una fotografía: un joven que ella no podía olvidar. Era el mismo hombre por cuya causa su hijo estuvo en la cárcel.

Lentamente dirigió la mirada a la cama, donde reposaba una mujer con fiebre.

Nastia se acercó a ella y le palpó con cariño la frente.

— Otra vez fiebre. Vino la doctora, recetó medicamentos, pero en la farmacia dijeron que no había dinero —explicó la niña—. Y pensé que quizás podríamos vender el televisor…

— Pobres —murmuró Vera Antónovna con profunda pena, acercándose a la mujer—. ¿Dónde está la receta del médico?

Nastia, callada, le ofreció un papel lleno de garabatos, como escrito con prisa o bajo presión.

— ¿Tenéis comida? —inquirió de pronto Vera Antónovna, mirando los estantes vacíos.

La niña bajó la mirada y soltó un suspiro de mujer adulta:

— Me lo comí todo ayer… Y mi madre sólo bebe agua.

— Toma las manzanas, cómelas, recobra fuerzas y abre el apetito.

Volveré pronto, lo prometo —dijo ella, depositando cuidadosamente la bolsa con la fruta sobre la mesa.

— Abuela… ¿mi madre no morirá como mi papá? —susurró Nastia con voz temblorosa, como si llevara muchas noches haciéndose esa pregunta.

Vera Antónovna se arrodilló ante ella y le tomó las manos:

— Claro que no, mi niña. Llámame tía Vera, ¿vale? Ahora estoy aquí para lo que necesites.

— Está bien —respondió Nastia, y en sus mejillas, surcadas por lágrimas, floreció una tímida sonrisa, viva como un brote primaveral abriéndose entre las grietas del asfalto.

Sin perder un minuto, Vera Antónovna sacó el teléfono y llamó a su hijo:

— Cariño, tenemos un imprevisto. Necesito tu ayuda, y ya.

Describió la situación con brevedad y calma para no alarmarlo antes de tiempo.

— Espera allí —respondió Ilya—, y colgó.

Media hora más tarde se encontraron frente a la casa donde vivían Katya y Nastia.

La madre contó detalladamente lo que había visto, sentido y comprendido.

Su corazón, tras soportar tanto dolor por su hijo, se abrió de nuevo a la compasión.

— Iré a la farmacia, y tú compras en la tienda de comestibles —propuso Vera Antónovna.

Ilya tomó la receta, examinó los apuntes con atención y salió hacia la farmacia más cercana.

Frente al mostrador esperó paciente mientras la farmacéutica examinaba el papel con curiosidad.

— Esto es para la gripe —dijo ella frunciendo el ceño—. ¿Por qué no vinieron antes?

— Nos enteramos solo hoy —explicó Ilya—. No había nadie más que pudiera venir.

¿Lo tienen todo en stock?

La farmacéutica asintió y comenzó a disponer los medicamentos: paracetamol, antivirales, enjuague bucal, vitaminas.

— Esto no hace falta —señaló uno de los envases—.

Solo se toma en las primeras 48 horas desde el inicio de los síntomas. No merece la pena gastarlo.

Esto sí tómelo: haga gárgaras, ventile la estancia, beba mucho líquido caliente, tome sopas ligeras, infusión de rosa mosqueta y compotas ricas en vitaminas. Lo principal es calor y cuidado.

— Muchas gracias —dijo Ilya guardando con cuidado los medicamentos en la bolsa.

— Que le vaya bien —respondió la mujer algo conmovida por su seriedad—. Que mejore pronto.

Mientras tanto, Vera Antónovna deambulaba por el pasillo de la tienda de comestibles con un carrito casi vacío, claramente despistada.

— Mamá, ¿qué haces? —se sorprendió Ilya acercándose—. ¿Vas a pasear con esa canasta vacía?

— No sé qué comprar —suspiró ella—. Apenas recuerdo qué necesitan una joven y una niña pequeña.

— Entonces te ayudo —ofreció Ilya, y empezó a llenar el carrito con rapidez: pollo jugoso, patatas frescas, cebolla, zanahoria, leche, pan, galletas de jengibre, dulces, limones, té negro y verde aromáticos. Añadió embutido, queso, mantequilla y un par de botellas de agua mineral.

— ¿Y fruta? —meditó, frotándose la barbilla.

— Iremos a casa de Ahmet —sonrió Vera Antónovna—. Allí siempre tienen lo mejor.

Compraron melocotones, uvas, manzanas y albaricoques, y pronto el carrito rebosaba de comida.

— ¿Cómo vamos a llevar todo esto? —se rió Ilya—. Ahora voy a buscar el coche.

— ¡Qué mujer! —exclamó Ahmet, admirando a Vera Antónovna—. ¡Deberían hacerte un retrato!

— Totalmente de acuerdo, ella es una diosa —rió Ilya mientras metía las bolsas en el maletero.

— ¡Qué románticos! —dijo ella al subir al coche, sonriendo a pesar de las lágrimas en los ojos.

Cuando regresaron a la casa de Katya y Nastia, la dueña, al verlos, intentó sentarse, pero Vera Antónovna la recostó con suavidad.

— Tú descansa, que nosotros nos ocupamos.

El pijama de Katya estaba empapado de sudor; parecía que la fiebre empezaba a bajar. Vera Antónovna echó un vistazo:

— ¿Dónde está la ropa de repuesto?

Katya señaló débilmente hacia la cómoda. Ilya salió discretamente de la habitación mientras su madre le cambiaba de ropa y le ponía sábanas limpias, como si lo hiciera desde siempre.

Mientras tanto, Ilya se puso manos a la obra en la cocina. Preparó té, puso a cocer las patatas, hizo un puré aireado, desmenuzó el pollo y lo añadió con zanahoria y cebolla al caldo. Todo olía a hogar, a cuidado y a esperanza.

— ¿Quiénes sois? —preguntó Katya con voz ronca, abriendo los ojos con dificultad.

— Vecinos —respondió Vera Antónovna con una sonrisa—. Descansa, no hables. En breve estará todo como debe.

Ilya trajo una taza de caldo caliente:

— Espera un poco, deja que se temple. Luego, sorbito a sorbito.

— ¿Por qué hacéis esto? —inquirió Katya, mirándolos con asombro y gratitud.

— Porque necesitabas ayuda y ya no hay nadie más —contestó firme Vera Antónovna, comprobando la temperatura del caldo—. Bebe con pequeños sorbos.

Mientras la madre atendía a Katya, Ilya reparó los escalones de la vieja escalera y colocó una barandilla nueva junto a la entrada. Se movía con seguridad, sabiendo exactamente qué hacer y por qué.

— ¡Mamá, tía Vera y el tío Ilya nos ayudan tanto! —entró corriendo Nastia, radiante de felicidad como si fuera algo increíble, casi mágico.

Katya miró a su hija y sintió que despertaba en su interior una alegría largamente adormecida.

En los últimos tiempos Nastia había sido demasiado seria, demasiado adulta para su edad. Pero sus ojos brillaban de nuevo con la inocencia infantil.

Cuando Vera Antónovna e Ilya se dispusieron a marcharse, ella dijo:

— Mañana volveremos sin falta. No nos moveremos de aquí.

Al día siguiente, Vera Antónovna recorrió farmacias en busca del resto de medicamentos necesarios, y Ilya volvió a visitar a Katya y Nastia.

— ¿Cómo estáis? —preguntó al abrir la nevera, que ya estaba menos vacía, buena señal.

— Gracias, mucho mejor —sonrió tímidamente Katya, cubriéndose con la manta.

Ilya desvió la mirada hacia la fotografía en la pared: el mismo hombre que una vez fue causa de su reclusión.

— ¿Quién es?
Katya se quedó petrificada, su rostro se endureció.

— Es mi exmarido —respondió ella en voz baja—. Oleg Pavlovich, apodado “Bágor”.

Sonrió con amargura y continuó, como si por fin encontrara salida al viejo dolor—:

Vengo de un orfanato. Después de la escuela estudié costura.

Cerca había un taller mecánico, y allí trabajaba Oleg. Empezó a acompañarme, me regalaba cosas, me decía palabras bonitas.

Pensé que estaba enamorado. Me propuso matrimonio.

Las chicas del internado me contaron quién era su padre, y decidí que había tenido suerte.

Me trajo a esta choza y me prometió que tras la boda nos mudaríamos.

Me quedé embarazada, nació Nastia, y él apenas aparecía: con amigos, de juerga.

Cuando Nastia cumplió tres años, le dio la aneurisma, o eso dijeron; lo golpearon, comentaban. Encarcelaron al culpable.

El padre de Oleg movió sus influencias.

Luego me enteré de que sus padres lo habían echado de casa sin darle ni un centavo.

Del taller sólo quedaron las deudas y esta casucha.

Tras su muerte vinieron a mi puerta y me dijeron: “No esperes ayuda”. Me dejaron la choza.

Gente generosa. Solo que uno acabó tras las rejas por ellos…

— ¿Fuiste tú? —Katya exclamó.

— Sí —confesó Ilya—. Parece que el destino quiso que nuestros caminos se cruzaran de nuevo.

— ¿Y tu esposa? —preguntó de pronto Katya.

— Me dejó —contestó él con calma, aunque su voz denotaba amargura—.

Quizás para bien. Si no, nunca habría conocido a gente tan maravillosa como vosotros. ¿Verdad, Nastia?

Nastia, sentada frente al televisor, dejó los dibujos y se rió meneando la cabeza.

— ¿Cómo habéis vivido estos dos años solos? —preguntó Ilya, ofreciéndole a Katya una taza de té con limón.

— En general bien —se encogió de hombros Katerina—. Terminé el college, cosía desde casa. Tenía clientas.

Nastia iba al jardín de infancia hasta que me puse enferma de repente.

No tuve tiempo de prepararme. Una clienta doctora llamó a los médicos, y Nastia… ella se hizo cargo de todo aquí.

— La niña ha sufrido mucho —suspiró Ilya—. Pero ya todo está atrás, ¿verdad, Nastia?

Ella volvió a asentir, feliz de no ser olvidada.

Cada día Katya se recuperaba más. Ilya y Vera Antónovna fueron visitantes habituales en esa casa.

Él ayudaba con las reparaciones, compraba provisiones, preparaba sopas diferentes, jugaba con Nastia.

Y cuando Ilya regresó a su antiguo trabajo, lo recibieron con los brazos abiertos; valoran a profesionales como él.

Seis meses después, al gobierno le asignaron un pequeño apartamento para Katya.

Ilya aportó sus ahorros, y Vera Antonovna ayudó económicamente.

— Mamá, te devolveré todo —prometió entonces.

Vendieron la vieja choza a buen precio; los vecinos buscaban un lugar para el verano.

En el nuevo piso de tres habitaciones, Ilya alzó a Katya en brazos como si fuera su novia en la boda.

Delante marchaba Nastia con un vestido blanco y lazos, radiante como un árbol de fiesta.

Tras ella, tomados de la mano, entraron Vera Antonovna y Ahmet —él, siempre sonriente, y ella, quien después de tantos años volvía a sentirse realmente feliz.

Ese día marcó el comienzo de una nueva vida.

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