La lluvia caía intensamente.
Angelina, madre de cuatro hijos, observaba desde la ventana de su hogar humilde y desgastado.

Las lágrimas se mezclaban con el estruendo del trueno.
Ser madre soltera nunca fue sencillo… pero últimamente sentía que la vida la superaba.
Las facturas se acumulaban, y la cena sería otra vez lo que pudiera improvisar con lo poco que quedaba.
Estaba a punto de alejarse de la ventana cuando lo vio.
Un hombre mayor, empapado hasta los huesos, caminaba lentamente sin paraguas, detenido bajo la lluvia.
Parecía desorientado.
Ignorado por el mundo.
Sin pensarlo, Angelina tomó el único paraguas que tenían, se calzó las sandalias y salió.
—¿Está bien, señor? —preguntó con voz dulce.
—Solo estoy de paso… ya me voy —respondió él con dificultad.
—Se va a enfermar —le advirtió ella—. Pase, no tenemos mucho, pero está invitado.
El hombre vaciló, pero finalmente aceptó.
Se llamaba Arthur Callahan.
Era amable, silencioso… y su tristeza era visible incluso sin palabras.
Esa noche cenó con los niños.
Les relató historias de su infancia, de árboles que trepaba y de una casita que construyó con sus propias manos.
Por primera vez en mucho tiempo, la casa se llenó de risas.
A la mañana siguiente, Arthur miraba por la ventana con una taza de té en las manos.
—¿Sabes? Esta casa me recuerda a la que construí hace sesenta años.
Pequeña… pero llena de vida.
Llena de amor —dijo.
—No es mucho —respondió ella tímidamente—, pero es todo lo que tenemos.
Él se giró, la miró fijamente y dejó un sobre sobre la mesa.
Angelina lo abrió con cuidado.
Dentro había un título de propiedad: una casa de campo en las afueras, con terreno incluido.
Todo pagado.
Era suya… si lo aceptaba.
—Iba a venderla —explicó Arthur—.
Pero anoche recordé lo que significa tener un hogar.
Tú me abriste las puertas sin esperar nada.
Esa clase de bondad merece todo.
Angelina rompió en llanto.
—No puedo aceptar esto…
—Debes hacerlo —respondió él—, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Véndeme esta casita por un dólar.
Para tener un lugar al que volver cuando extrañe el sonido de las risas.
Y así lo hicieron.
Esa misma semana, Angelina y sus hijos se mudaron a la casa de campo: con manzanos, un granero rojo y espacio para respirar.
Los niños corrían por los campos, gritando felices.
Finalmente, tenían un verdadero hogar.
Arthur se instaló en la casita que “compró” por un dólar.
Cada fin de semana visitaba a los niños.
Le decían “Abuelo Art”.
Les hacía juguetes, les enseñaba a plantar tomates y les leía cuentos bajo las estrellas.
Y cuando alguien preguntaba por qué regaló todo, simplemente sonreía y decía:
“Cuando alguien te da amor sin pedir nada a cambio, lo justo es devolverlo multiplicado.”