Yo, Luna, estaba acurrucada junto a mi pequeño Sol bajo el viejo árbol que siempre nos daba sombra.
Mi compañero, Roco, se levantó como cada día, sacudió el agua de su pelaje y me miró con esa fuerza que siempre me daba calma.

—Volveré con comida —parecía decir su mirada firme—.
Cuida de nuestro cachorro.
Yo solo moví la cola, intentando creer que todo sería como siempre: él regresaría, nos abrazaríamos con nuestras narices y compartiríamos lo poco que encontrara.
Pero esta vez… algo se sintió distinto.
La lluvia empezó a caer con suavidad, luego se volvió más intensa, golpeando la tierra, mojando el camino que tantas veces cruzamos.
Me quedé mirando hacia donde Roco se perdió entre la cortina de agua, con el corazón latiendo un poco más rápido.
Sol jugaba a atrapar gotas con su lengua, ajeno a la vida dura que nos tocó.
Lo observaba, y pensaba que, mientras él sonriera, valía la pena resistir cualquier tormenta.
Pasaron los minutos, se volvieron horas.
Cada ruido en la calle hacía que levantara las orejas, esperando verlo venir con esa energía que siempre traía.
Pero no llegaba.
Entonces, escuché un chirrido fuerte, el sonido de un auto frenando.
El corazón se me detuvo.
Corrí con todas mis fuerzas, dejando a Sol bajo el árbol.
El barro ensuciaba mis patas, pero no importaba.
Lo encontré en la orilla de la calle, bajo la lluvia.
Mi Roco.
Sus ojos aún me buscaban, pero sus fuerzas se escapaban con cada segundo.
Me acerqué temblando, lo abracé con mi hocico, y en ese silencio entendí que no volvería a correr por nosotros.
Me quedé allí, pegada a él, sintiendo que la lluvia se mezclaba con algo más que agua.
Y mientras Sol se acurrucaba a mi lado, le prometí en silencio:
—Te cuidaré… aunque duela, lo haré por los dos.
La noche llegó, y con ella el frío.
Mi pequeño tiritaba, y yo no sabía cómo darle calor sin el abrigo de Roco.
Fue entonces cuando escuché el motor de otro auto, pero esta vez no sonó como amenaza.
Se detuvo suavemente.
Una mujer bajó con un paraguas y caminó hacia nosotros.
—Oh, pobrecitos… —susurró, agachándose despacio—.
¿Qué hacen aquí, tan solos?
No entendí sus palabras, pero entendí su voz: era cálida, como el sol que ya no veíamos.
Dudé por un segundo, hasta que sentí sus manos suaves.
No había dureza, solo ternura.
Nos levantó con cuidado, nos envolvió en una manta y nos llevó a su auto.
Sentí calor.
Sentí esperanza.
Y mientras miraba por la ventana cómo la lluvia seguía cayendo, pensé en Roco:
—Gracias, amor mío… —dije en silencio—.
Tu amor nos trajo hasta aquí.
Hoy vivimos bajo un techo, donde Sol juega y duerme sin miedo.
La mujer nos llama “familia”, y yo he aprendido que hay humanos que saben amar sin esperar nada a cambio.
Reflexión:
A veces la vida nos quita algo para darnos otra oportunidad.
Cuando adoptas, no solo rescatas a un animal: también sanas su historia y la tuya.
Y cuando frenas a tiempo, no salvas una vida… salvas un amor que aún no ha terminado de brillar.
¿Crees que los animales sienten amor y lealtad como nosotros?