Don Efraín era un hombre de manos curtidas y sonrisa serena, que vivía en una casita de adobe en las afueras de Oaxaca.

Cada mañana abría su taller, donde la luz del sol se filtraba entre las vigas de madera y hacía brillar el polvo en el aire.

Allí reparaba bancos, pulía mesas torcidas y ajustaba bisagras oxidadas, ganándose apenas lo suficiente para comer.

Pero al caer la tarde, cuando la clientela ya se había ido, cambiaba el martillo y la sierra por gubias y lijas finas.

“¡Para que juguéis un ratito!”, decía mientras seleccionaba astillas de pino y encino.

Modelaba cocheschapa, trompos de colores y muñequitos de madera con cuerdas de algodón.

No los vendía bajo ningún concepto: los guardaba en sacos de tela y salía a recorrer las calles polvorientas.

A cada niño que barría un parabrisas o vendía chicles le entregaba un regalo sin preguntar.

—Toma, amigo, un jueguete para que no olvides soñar un poco— susurraba Don Efraín.

Los pequeños lo miraban asombrados; muchos no sabían qué hacer con algo tan sencillo y precioso.

Pero apenas el trompo giraba o el carrito rodaba, sus risas llenaban el aire, y por un instante el tiempo se detenía.

“¡Olé, Don Efraín!”, gritaban algunos, contagiando su alegría al vecindario entero.

Luego recogían sus bolsas y volvían al trabajo, conscientes de que tenían prisa para crecer.

Sin embargo, en sus corazones guardaban ese momento de libertad, esa chispa de infancia recuperada.

Don Efraín regresaba a casa con el corazón ligero, sabiendo que, aunque el mundo exigiera demasiado pronto, él había devuelto a esos niños un pequeño fragmento de infancia.

Y mientras la luna se alzaba sobre los tejados, él adornaba su taller con nuevas ideas: “Mañana haré muñecas con trenzas”, se prometía.

Porque en cada juguete de madera iba un mensaje claro: “La niñez es un derecho, no un lujo”.

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