Durante el funeral de una joven, cuatro hombres no pudieron levantar el ataúd, y luego su madre afligida exigió que se abriera.
La atmósfera reflejaba el dolor: nubes pesadas, aire húmedo y una brisa inquieta que movía los árboles del cementerio.

Al principio, nada parecía inusual, solo otro despedida sombría, hasta que se necesitaron ocho hombres para levantar el ataúd.
Parecía elegante: madera oscura pulida, superficie brillante y grandes asas de metal.
Dentro yacía una joven. Su muerte repentina sorprendió a todos los que la conocían: hermosa, inteligente, amable.
Solo tenía veintidós años. La causa oficial se llamó accidente.
Sin embargo, circularon rumores.
Algunos afirmaban haberla visto llorar el día anterior, otros murmuraban que había estado amenazando a alguien.
Nadie conocía la verdad.
Su familia insistió en un entierro rápido.
Cuando llegó el momento de bajar el ataúd, los portadores agarraron las asas.
De repente…
“¡Uno, dos, tres!” ordenó un hombre.
El ataúd apenas se movió.
“¡Otra vez! ¡Uno, dos, tres!”
Gruñeron, exhalaron y empujaron con todas sus fuerzas, pero no se movió.
Se sentía como si estuviera lleno de ladrillos.
“¿Qué demonios…?” murmuró un portador mientras se secaba la frente. “¡Parece que hay tres cuerpos dentro!”
Se intercambiaron miradas nerviosas.
El silencio se espesó.
Los invitados susurraban:
– Algo no está bien…
– ¿Ha pasado antes?
– Nunca.
Un director de funeraria habló en voz baja:
– He cargado innumerables ataúdes, incluso de hombres grandes. Este peso no tiene sentido.
En ese instante, la madre de la niña, vestida de negro, con el rostro marcado por el dolor, dio un paso adelante.
Miró fijamente el ataúd.
“Ábranlo,” exigió con firmeza.
“¿Está segura?” dudó el director.
– Dije, ábranlo.
El personal se miró y obedeció.
Aflojaron los tornillos y levantaron la tapa.
Lo que apareció dentro dejó al público paralizado.
La niña descansaba tranquila con un vestido pálido, con flores dobladas en sus manos.
Su rostro parecía sereno.
Todo parecía normal, excepto que los lados del ataúd eran más altos de lo habitual.
Una plataforma estaba oculta bajo el forro.
Un hombre la levantó con cautela.
De inmediato, todos retrocedieron.
Dentro, oculto en envoltura de plástico, yacía otro cadáver: un hombre de mediana edad, tatuado en el cuello, con la piel ya en descomposición.
Un fuerte olor químico se esparció.
Un asistente retrocedió:
– Dios mío… ¡otro cuerpo!
“Esto… esto no es solo ocultamiento. Esto es criminal,” jadeó alguien.
La madre bajó la cabeza.
– No lo conozco. No debería estar aquí.
Los trabajadores palidecieron.
– Imposible. Lo recibimos sellado. Todo estaba cerrado…
“¿Quién organizó la entrega del ataúd?” preguntó un hombre.
– Una empresa privada. A través de un intermediario. El pedido llegó en línea. Solo efectivo.
Silencio.
Alguien sacó un teléfono para llamar a la policía.
Más tarde, en la comisaría, se reveló: el cadáver era un contable de una empresa constructora que había desaparecido días antes.
La empresa enfrentaba acusaciones de fraude, lavado de dinero y contratos falsos.
Los informes decían que había preparado pruebas para los fiscales, y luego desapareció.
Los investigadores descubrieron que la funeraria había sido falsificada, robada con documentos falsos y solicitada para “transporte sellado.”
El entierro de la niña era legítimo.
Sin embargo, debajo de su cuerpo habían ocultado a un hombre que podría haber testificado.
Quedaba una pista: una débil marca de guante en el plástico que cubría el cadáver.
Era suficiente para iniciar el caso.
La madre juró hasta el final que no sabía nada.
Y era creíble, su propio dolor la había destrozado.
Pero alguien se aprovechó de esa pérdida, de ese caos, y decidió que el lugar más seguro para esconder a un testigo era debajo de la tumba de otra persona.