El viento no solo aullaba esa noche — gritaba.
Gritaba como si quisiera que alguien lo escuchara.

Como si la montaña tuviera un secreto y la tormenta intentara revelarlo.
En lo profundo de la naturaleza salvaje de Bitterroot, más allá de las cimas enterradas bajo la nieve, un perro solitario permanecía inmóvil, apenas visible en la nieve.
No era joven, no era hermoso y no llevaba collar.
Pero recordaba el fuego.
Recordaba lo que le había quitado.
Lo que les había quitado a todos.
Y esa noche, sintió que algo cambiaba.
No era miedo.
No era dolor.
Algo… lo llamaba.
No le pertenecía a nadie desde que las llamas habían destruido su casa, pero el bosque — la tormenta — todavía le hablaba.
Y esta vez, le suplicaba que mirara.
Unas horas antes…
Un SUV negro se detuvo al borde del camino de entrada de una villa, con los faros encendidos y el motor aún en marcha.
Luego ella salió.
Descalza.
Temblando.
Sosteniendo dos pequeños paquetitos contra su pecho.
Se llamaba Eliza.
Una chica que alguna vez creyó en cuentos de hadas.
En finales felices.
En el tipo de amor que el dinero no puede comprar.
Pero los cuentos de hadas mueren rápido tras las puertas cerradas.
Especialmente cuando el príncipe resulta ser un tirano.
Su esposo — exesposo, ahora solo ante la ley — estaba en el umbral, con los brazos cruzados y los ojos llenos de desprecio.
“Tomaste tu decisión,” le dijo con desdén.
“Ahora vive con ella.”
Luego cerró la puerta.
Detrás de ella, calor.
Delante de ella, solo nieve.
Pero en sus brazos — vida.
Frágil, respirando, dependiente de ella.
Así que comenzó a andar.
Un paso.
Luego otro.
En el frío.
En la oscuridad.
En la boca de la tormenta.
El perro estaba cerca.
Inquieto.
Mirando.
Cuando el grito atravesó los árboles — débil, fino, humano — no dudó.
Corrió.
Cuando la encontró, Eliza se había desplomado junto a un tronco caído.
Sus labios estaban azulados.
Sus brazos temblaban.
Los bebés todavía estaban abrazados a su pecho, envueltos en la única manta que le quedaba.
Sus miradas se encontraron.
Por un instante, se estableció silencio entre ellos.
No el silencio del miedo.
El silencio del reconocimiento.
Avanzó un paso, olfateó el borde de la manta y emitió un sonido bajo y constante.