Más de diez años después lo envié a la universidad y luego desapareció sin dejar rastro.
Vivo sola en un campo remoto y empobrecido, sin esposo, hijos ni familia propia.

He pasado toda mi vida trabajando incansablemente en los campos y viviendo con extrema frugalidad.
Un año, en una noche tormentosa y lluviosa, encontré a un recién nacido abandonado frente a la puerta del templo — todavía rojo, envuelto en una toalla fina y empapada.
Nadie más quiso hacerse cargo del niño, así que lo hice yo.
Lo llamé Minh, con la esperanza de que creciera inteligente y lleno de luz.
Criar a un niño sin lazos de sangre ya era un reto, pero hacerlo viviendo en la pobreza lo hacía aún más difícil.
Pedí dinero prestado en cada rincón del pueblo, incluso en el banco de políticas, solo para cubrir sus cuotas escolares.
Hubo momentos en que yo sobrevivía con simple gachas de arroz, solo para que él pudiera tener una cajita de leche y un cuaderno como los demás niños en la escuela.
Minh creció siendo inteligente, obediente y callado.
No me llamaba “mamá”, solo “tía”, pero no lo culpaba.
Solo necesitaba estudiar y convertirse en una buena persona.
El año en que aprobó el examen de ingreso a la universidad, vacié todo mi dinero y hipotecé la vieja casa para pedir de nuevo un préstamo en el banco.
Minh inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
– Haré todo lo posible, tía, espérame hasta que regrese.
Pero luego no regresó.
Cuatro años, luego cinco años… ni una sola llamada, ni una sola carta.
Pregunté por sus compañeros de clase, por su antigua escuela – como si nunca hubiera existido.
El número de teléfono estaba cancelado, la dirección desaparecida.
En silencio seguí con el resto de mi vida cargando verduras en el mercado, trabajando como jornalera recogiendo basura de noche para ir pagando poco a poco mi deuda.
Trece años después del primer día que puse un pie en el banco para pedir dinero prestado para criarlo, volví, temblando con un montón de papeles en mis manos, la espalda encorvada, los ojos apagados.
Dije:
– Señorita, quiero pagar la última deuda.
Pagaré lo que falta.
El empleado del banco revisó la computadora, me miró largo rato y luego frunció ligeramente el ceño.
– Un momento.
¿Este préstamo… ya está pagado?
Hace dos años.
Me quedé atónita.
– ¿Qué?
¿Quién… quién lo pagó…?
El empleado volvió a mirar la pantalla y se inclinó para leer:
– Nota en la cuenta: “Devolución en nombre de mi tía – la única persona que me ama incondicionalmente.”
– Remitente: Tran Minh.
Me quedé paralizada.
Por un momento, mis rodillas flaquearon y tuve que apoyarme en la mesa para sostenerme.
No me había olvidado.
Había pagado su deuda.
En silencio, igual que cuando se fue.
Mis lágrimas cayeron en medio del banco.
No por rabia, sino porque este viejo corazón al fin entendió: no era que el huérfano me hubiera abandonado… sino que buscaba una manera de regresar, a su propia manera.