Hasta hace unos meses, pensaba que por fin mi vida avanzaba en la dirección correcta.
Había encontrado a la mujer a la que realmente amaba: Lilla.

Pasamos ocho meses juntos, llenos de risas, planes compartidos y largas conversaciones íntimas.
Cuando propuso que nos mudáramos juntos, no dudé ni un instante.
Estaba convencido de que era el siguiente paso natural en nuestra relación.
Encontramos un apartamento acogedor en Budapest, a los pies del monte Gellért, con una vista maravillosa al Danubio.
Era perfecto para ser nuestro nuevo hogar, un lugar donde construiríamos nuestro futuro juntos.
Pero no estábamos solos.
Había alguien más.
Mi gato, Marci.
Él no era simplemente una mascota.
Llevaba diez años conmigo, desde que lo adopté en mis tiempos de estudiante universitario.
En aquella época vivía en una ciudad desconocida, intentando salir adelante por mi cuenta, y Marci era lo único constante en mi vida.
Me acompañó en mis éxitos y fracasos, estuvo a mi lado cuando me sentía solo, cuando perdí mi trabajo, o cuando parecía que el mundo se derrumbaba a mi alrededor.
Él nunca me abandonó.
Cuando Lilla se mudó conmigo, pensé que todo estaría bien.
Al principio, Marci no le molestaba; a veces lo acariciaba, jugaba con él e incluso le hacía fotos que luego enviaba a sus amigos.
“Miren qué adorable compañero de piso tenemos”, escribió una vez.
Pero sin darme cuenta, todo empezó a cambiar.
Primero fueron pequeñas señales: Lilla estornudaba con más frecuencia, a veces se le enrojecían los ojos y por las noches decía que le picaba la piel.
Pensamos que era solo alergia al polvo o un resfriado leve.
Pero día tras día empeoraba.
Ya no eran molestias menores: tenía dificultad para respirar, pasaba las noches dando vueltas en la cama y en ocasiones se despertaba con sensación de ahogo.
Empecé a preocuparme.
Fuimos al médico.
En la sala de espera le apretaba la mano, intentando tranquilizarla.
“Seguro que hay alguna solución”, le decía, repitiéndomelo también a mí mismo por dentro.
Pero el diagnóstico fue devastador.
—Tiene una alergia severa al pelo de gato.
Si no elimina la fuente de la alergia, su estado solo empeorará.
“Eliminar la fuente de la alergia.”
Sentí como si me cayera un rayo.
—¡Pero Lilla ya convivió con Marci y nunca tuvo problemas! ¿Por qué aparece esto ahora? —pregunté desesperado, buscando otra respuesta.
El médico solo suspiró.
—Las alergias pueden desarrollarse con el tiempo.
Un encuentro breve con un animal no siempre causa problemas, pero vivir bajo el mismo techo día tras día es otra cosa.
De camino a casa, ninguno dijo una palabra.
Mil pensamientos me rondaban por la cabeza.
¿Quizá un purificador de aire ayudaría? ¿O medicamentos? ¿Tal vez prohibirle la entrada al dormitorio? Seguramente había otra solución.
Pero al entrar al piso, entendí que Lilla no buscaba alternativas.
—Bueno, ¿cuándo lo llevas?
Su voz era fría, firme.
Me detuve.
—¿Qué dijiste?
—Ya escuchaste al médico.
Si él se queda, yo empeoraré.
Tenemos que decidir qué hacer.
Sentí un nudo en el pecho.
—Lilla… Marci no es solo un gato.
Él es mi familia.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Y yo? ¿No soy tu familia? ¿De verdad prefieres a un animal antes que a mí?
Y entonces lo comprendí.
No era solo una alergia.
Era un ultimátum.
Si realmente me hubiera amado, al menos habría intentado buscar otra solución.
Pero no.
En sus ojos solo había un camino: el que le convenía a ella.
O Marci, o ella.
Y de repente, todo se aclaró.
La miré a los ojos y, en voz baja pero firme, dije:
—Si para ti Marci es solo un problema, quizás la que debería irse eres tú.
Lilla se quedó helada.
—¿Lo dices en serio? ¿Vas a elegirme a un gato en lugar de a mí?
Respiré hondo.
—Elijo la lealtad.
Elijo a quien nunca me obligó a escoger entre él y alguien más.
Por un instante me miró como si aún esperara que cambiara de opinión.
Pero yo ya sabía la respuesta.
En silencio se dio la vuelta y comenzó a hacer las maletas.
Me quedé allí, mirando cómo metía la ropa en la maleta, y en vez de tristeza… sentí alivio.
Diez minutos después, ya no estaba.
El apartamento quedó en silencio.
Me senté en el sofá y noté cómo la tensión del día se disipaba poco a poco.
Entonces sentí un contacto cálido y familiar.
Marci.
Saltó a mi regazo, se acurrucó contra mí y empezó a ronronear suavemente.
Le acaricié el suave pelaje y respiré profundamente.
Porque el verdadero amor no te obliga a elegir.
El verdadero amor no exige que sacrifiques quién eres.
Y no, ni por un instante me arrepentí de mi decisión.
Porque, a diferencia de Lilla, Marci nunca me obligó a elegir entre el amor y la lealtad.