Yo estaba en la cama con casi 39 de fiebre.
Todo el cuerpo me dolía, cada hueso me parecía ajeno.

La cabeza me zumbaba tanto que hasta abrir los ojos resultaba doloroso.
En casa no había ninguna medicina, y con dificultad le pedí a mi marido que fuera a la farmacia.
—Ve tú sola —soltó con fastidio—. ¿Para qué te quejas? De la fiebre no pasa nada.
Cerré los ojos y me puse una compresa fría en la frente.
Me dolía incluso levantarme de la cama.
Aguantaba, esperando que la fiebre bajara por sí sola.
Y de pronto, mi marido entró en la habitación.
—¿Qué, no has preparado nada en todo el día? —su voz sonaba exigente y áspera.
—No, tengo fiebre, me cuesta incluso levantarme —respondí en voz baja.
—¿Y qué, no importa que yo llegue del trabajo con hambre? ¿No quieres darme de comer?
—Si vas a la farmacia por medicinas, podré levantarme y preparar la cena —intenté explicarle.
—¡Te dije que estoy cansado! —subió el tono—. Eres mujer y estás obligada a cocinarme.
Además, la casa está hecha un desastre.
Mi madre siempre se las arreglaba, incluso cuando estaba enferma.
Pero vosotras, las mujeres modernas, os habéis vuelto todas muy delicadas…
Sus palabras me desgarraban el corazón.
Por un lado, la fiebre, que me hacía querer cerrar los ojos y desaparecer; por el otro, la humillación de mi propio marido.
…Fue entonces cuando mi paciencia se rompió.
No aguanté más e hice algo de lo que no me arrepiento.
Ya no le respondí.
Simplemente tomé el teléfono y, con las manos temblorosas, marqué el número de mi madre.
Al escuchar su voz, no pude contenerme: las lágrimas me rodaron solas por las mejillas.
—Mamá, ven pronto… Tengo 39 de fiebre, me siento muy mal.
Por favor, tráeme algún antipirético y llévame de aquí —susurré.
—Y además… llama a nuestro abogado.
Que prepare los papeles del divorcio.
En la otra línea hubo silencio, y luego mi madre dijo con firmeza:
—Hija, resiste.
Ya voy para allá.
Nadie tiene derecho a tratarte así.
En ese momento, mi marido volvió a refunfuñar que yo “lo dramatizaba todo demasiado”, pero sus palabras ya no tenían valor.
Miraba al techo y, por primera vez en mucho tiempo, sentía alivio.
Sí, lo que viene no será fácil: divorcio, cambios, una nueva vida.
Pero lo más importante es que, por fin, dejé de soportar la humillación.