Mientras mi esposo no estaba en casa, mi suegro me dijo que tomara un martillo y rompiera el azulejo detrás del inodoro: detrás del azulejo vi un agujero, y en ese agujero se escondía algo horripilante.

La tarde había sido tan ordinaria que casi parecía frágil, como un cristal que podría romperse si lo miraba por demasiado tiempo.

Estaba enjuagando los últimos platos en la pequeña cocina de nuestra casa de ladrillo en Saint Albans.

Mi hijo, Oliver, estaba al lado jugando juegos de mesa con los hijos de los vecinos, y mi esposo, Gregory, había salido a comprar provisiones.

La casa estaba en silencio, salvo por el suave zumbido del grifo y el tictac del viejo reloj sobre la puerta de la despensa.

Fue en esa quietud cuando lo sentí.

Alguien estaba de pie detrás de mí.

Me giré rápidamente, con el agua goteando de mis manos.

Mi suegro, Leonard, estaba allí.

Su rostro estaba pálido y sus ojos inquietos, como los de un animal acorralado.

—Necesitamos hablar —susurró, y aunque las palabras fueron suaves, cortaron el aire como una cuchilla.

Parpadeé, confundida.

—¿Hablar de qué? —pregunté, secándome las palmas húmedas con un paño de cocina.

Leonard dio un paso más cerca.

Su voz era baja, casi conspirativa.

—Mientras tu hijo no esté aquí, escúchame.

Toma el martillo.

Ve al baño de arriba.

Detrás del inodoro, rompe el azulejo.

No dejes que Gregory lo sepa.

Una risa nerviosa se me escapó.

—No puedes hablar en serio.

¿Por qué arruinaría la pared del baño? Gregory la arregló él mismo, y planeamos vender la casa pronto.

Las manos huesudas de Leonard de pronto sujetaron las mías con una fuerza sorprendente.

—Tu esposo no es quien crees que es.

La prueba está escondida allí —dijo.

Por un momento, solo pude mirarlo.

Leonard siempre había sido raro, pero había algo distinto en sus ojos ahora.

Un cansancio teñido de miedo.

El tipo de miedo que no nace de las alucinaciones.

Cuando cayó la noche, la curiosidad me devoraba más que la duda.

Con Oliver aún en casa de los vecinos y Gregory sin regresar, subí las escaleras.

Cada crujido de los peldaños de madera resonaba con mi vacilación.

Dentro del baño, cerré la puerta con llave y me apoyé en ella un momento, escuchando el golpeteo de mi propio pulso en los oídos.

Los azulejos blancos relucían, intactos.

Saqué el martillo del armario; mis palmas estaban húmedas, como si el mango se resistiera a mí.

—Esto es una locura —murmuré, pero las palabras sonaron vacías.

El primer golpe apenas agrietó la cerámica.

El segundo retumbó más fuerte, y los fragmentos cayeron al suelo.

Contuve la respiración al inclinarme y acercar la linterna.

Detrás del yeso había una cavidad estrecha, y dentro de ella, el brillo de una bolsa de plástico.

La saqué con manos temblorosas.

La bolsa estaba quebradiza, amarillenta por el tiempo.

Crujió contra mis dedos cuando la arrastré hacia afuera.

Al principio pensé que estaba llena de piedras o conchas.

Pero cuando la abrí, la verdad me revolvió el estómago con violencia.

Dientes.

Dientes humanos.

Docenas y docenas, algunos pequeños e infantiles, otros grandes y desiguales.

Tintineaban dentro de la bolsa como un tesoro grotesco.

Me tapé la boca con la mano para no gritar.

Durante largos minutos me quedé paralizada en el suelo, con la bolsa pesada sobre las piernas.

Esto no podía ser real.

No podía pertenecer a la misma casa donde dormía mi hijo, donde mi esposo reía en la cena.

Finalmente, con las piernas temblorosas, bajé las escaleras y enfrenté a Leonard, que estaba sentado en el salón, como si me hubiera estado esperando.

Sus ojos se posaron en la bolsa, y un suspiro cansado se escapó de él.

—Así que la encontraste —murmuró.

Mi voz se quebró de horror.

—¿Qué es esto? ¿De quién son?

No me miró enseguida.

Miraba el hogar sin fuego, con una expresión marcada por décadas de culpa.

Cuando al fin habló, su voz era baja, como si las paredes pudieran escucharlo.

—Gregory no es el hombre que crees.

Ha quitado vidas.

Quema los cuerpos para borrarlos, pero los dientes no se queman.

Los arrancó y los escondió aquí.

Las palabras fueron cuchillos.

Retrocedí tambaleándome, aferrando la bolsa como si pudiera morderme.

—No…

Gregory ama a Oliver.

Me ama a mí.

No podría…

Leonard alzó la mirada, y en sus ojos no vi alivio, solo el peso aplastante del silencio guardado por demasiado tiempo.

—Debí haber hablado antes.

Pero callé.

Y ese silencio me volvió cómplice.

Ahora la decisión es tuya.

Debes decidir qué hacer.

El mundo se inclinó a mi alrededor.

Pensé en la risa brillante de Oliver, en las manos firmes de Gregory reparando la cerca el verano pasado, en los decenas de dientes tintineando en la bolsa como un susurro de los muertos.

El mundo en el que había creído se quebró, tan frágil como el azulejo que había destrozado arriba.

En ese momento, bajo la mirada atormentada de mi suegro, comprendí que nada en mi vida volvería a ser ordinario.

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