Era mi cumpleaños número cuarenta, una fecha importante que había preparado con esmero.
Decoré la casa, puse la mesa, invité a la familia y a los amigos.

La velada comenzó de maravilla: risas, música, brindis, recuerdos.
Todos me felicitaban, me abrazaban, me deseaban lo mejor.
Estaba realmente feliz… hasta cierto momento.
Cuando llegó la hora de los regalos, estaba especialmente emocionada.
En el fondo, esperaba que mi esposo me regalara un teléfono nuevo —el mío había acabado recientemente en el fregadero por culpa de nuestra pequeña hija.
Entonces se acercó a mí con una gran sonrisa y me tendió la famosa caja naranja.
Encima, el logo de una marca famosa.
No podía creer lo que veían mis ojos.
— Anda, ábrela —me dijo, conteniendo una risa descontrolada.
Con las manos temblorosas, levanté la tapa… y me quedé paralizada.
Dentro, nada.
Ni teléfono, ni manual, ni siquiera un cargador.
Solo una caja vacía.
Mi esposo estaba a mi lado, riendo a carcajadas, mientras mi suegra grababa mi reacción con su flamante iPhone —ese mismo que debería haber estado en la caja.
— Gracioso, ¿no? —dijo, sin poder parar de reír.
Los invitados se quedaron en silencio.
Un incómodo mutismo cayó sobre la sala.
Sentí un nudo en la garganta.
Pero no quería hacer una escena.
Fingí una sonrisa y le agradecí por su “original regalo”.
Por dentro, todo hervía.
Cuando la fiesta terminó, mi esposo, orgulloso de sí mismo, salió a despedir a los invitados.
Fue entonces cuando comencé a ejecutar mi plan de venganza.
Hice algo que le quitó las ganas de reír.
Continuación en el primer comentario:
Reuní tranquilamente algunas cosas de mi esposo: su cepillo de dientes, algunas camisas, su cargador, su rasuradora.
Lo metí todo en una bolsa que coloqué junto a la puerta.
Luego, cerré con llave desde dentro y apagué la luz.
Unos minutos después, llamó a la puerta.
— Abre, ¿qué haces? ¡Olvidé mis llaves! —dijo, todavía riéndose.
Me acerqué tranquilamente a la puerta y respondí:
— Puedes irte a vivir con tu madre.
Allí tienes el iPhone, el ambiente y alguien que te grabe.
Yo voy a pensar si realmente necesito un payaso en casa.
Se quedó detrás de la puerta, sin poder creer que hablaba en serio.
Me senté en el sofá, serví una copa de champán y sonreí por primera vez en toda la noche.
A veces, el mejor regalo es recordarle a alguien que las bromas tienen consecuencias.