Las risas y el bullicio de los adultos llenaban la sala de estar, mezclándose con el tintineo de copas y el leve zumbido del jazz que salía de los altavoces.
Olivia ajustó la tira de su vestido y recorrió la sala con la mirada.

Era el cumpleaños de su esposo Michael, y la casa rebosaba amigos, compañeros de trabajo y algunas personas desconocidas que ella sólo conocía de nombre.
Su hija, Emily, se aferró a su lado al principio, pero pronto se alejó, encantada con los globos y las bandejas de cupcakes.
Olivia acababa de dejar su copa de vino cuando Emily tiró de su manga, su carita pequeña seria de un modo que sólo una niña de cuatro años puede lograr.
—Mami —susurró Emily, señalando al otro lado de la sala—, esa es la señora con los gusanos.
Olivia parpadeó, confundida.
Siguió el dedo de su hija hasta una alta morena con un vestido azul marino, riendo junto a Michael cerca de la isla de la cocina.
—¿La señora con los qué? —se rió suavemente Olivia, esperando alguna invención infantil extraña.
—Los gusanos —repitió Emily, bajando la voz.
Luego se inclinó hacia el oído de Olivia y añadió: «Papi dijo que no puedo decírtelo».
Algo frío recorrió la columna de Olivia.
Se agachó al nivel de Emily, el corazón ya martillando.
—Cariño, ¿qué quieres decir? ¿Qué gusanos?
Los labios de Emily se apretaron en una línea solemne, sus pequeños ojos mirando nerviosos hacia Michael.
—Prometí a Papi —dijo al fin, como si esas palabras lo explicaran todo.
Olivia forzó una sonrisa, pasando una mano por el cabello de su hija.
—Está bien, cariño. Mami solo quiere entender.
Pero Emily negó con la cabeza, obstinada de ese modo que le revuelve el estómago a Olivia.
Un secreto.
Una promesa hecha a su esposo.
Una mujer extraña que su hija identificó de manera tan escalofriante y deliberada.
El resto de la noche transcurrió en una neblina.
La sonrisa de Olivia nunca flaqueó, pero sus ojos seguían a la morena —sus gestos, su familiaridad con Michael, la manera en que le tocaba el brazo como si compartieran algo privado.
Cada vez que Olivia intentaba descartar las palabras de su hija como tonterías de niño, volvió el recuerdo del susurro de Emily: «Papi dijo que no puedo decírtelo».
La frase se repetía en su mente, afilada e inquietante.
Y mientras los invitados cantaban «Feliz Cumpleaños» y Michael se inclinaba sobre el pastel para soplar las velas, Olivia sintió como si la verdadera celebración —la imagen cuidadosamente construida de su matrimonio— comenzara a agrietarse.
Algo estaba enterrado bajo las palabras inocentes de su hija.
Algo que Olivia de pronto estaba desesperada por descubrir.
A la mañana siguiente, Olivia no podía quitárselo de la cabeza.
Mientras Michael estaba sentado en la mesa de la cocina desplazándose por su teléfono, ella lo observaba desde la estufa, dando la vuelta a los pancakes para Emily.
Todo en él era ordinario, familiar: la camiseta gris, la media sonrisa cuando Emily pedía jarabe extra.
Y, sin embargo, el susurro de la noche anterior latía como una herida debajo de las costillas de Olivia.
Cuando Michael salió para ir al trabajo, Olivia se agachó junto a su hija.
—Emily —dijo con ternura—, sobre lo que me contaste ayer —sobre la señora con los gusanos—. ¿Puedes decirle a mamá un poco más?
Emily frunció el ceño, girando un trozo de pancake con su tenedor.
—No se supone que lo haga.
—Cariño, no te vas a meter en problemas. Sólo quiero entender.
Emily vaciló, luego susurró: «Ella tiene gusanos en su barriguita. Papi me dijo que no dijera nada porque es cosa de adultos.»
Los labios de Emily se apretaron en una línea solemne, sus pequeños ojos mirando nerviosos hacia Michael.
—Prometí a Papi —dijo al fin, como si esas palabras lo explicaran todo.
El corazón de Olivia se detuvo por un instante.
Gusanos en su barriguita. Las palabras eran infantiles, pero la implicación…
Olivia sabía que los niños no inventan frases como esa sin contexto.
Su mente corría.
Gusanos.
¿Podría Emily haber escuchado algo médico?
¿O era su forma de describir algo más oscuro? ¿Una aventura? ¿Secretos ocultos en el lenguaje de una niña de cuatro años?
Más tarde esa tarde, Olivia cavó más profundo.
Revisó los bolsillos de la chaqueta de Michael, los cajones de su escritorio, incluso su coche cuando él le pidió que cogiera el correo que había dejado en la guantera.
En el asiento trasero, escondida entre los cojines, lo encontró: una pequeña bolsa con cremallera, del tipo usado para frascos de prescripción.
Dentro vio dos recipientes de pastillas con el nombre de una mujer: Clara Donovan.
La morena de la fiesta.
Le temblaban las manos.
La etiqueta indicaba que era un medicamento antiparasitario.
—Gusanos.
La palabra encajó con una claridad devastadora.
Emily no había inventado nada.
Había repetido lo que había escuchado: a Clara hablando con Michael sobre su condición, sobre la necesidad del medicamento.
¿Pero por qué Michael le había hecho prometer a Emily que lo mantuviera en secreto?
Olivia permaneció sentada en el coche mucho tiempo después de su hallazgo, el cuero frío presionándole la espalda.
¿Fue por compasión? ¿Estaba Michael ayudando a una amiga con un problema médico del que no debía hablar? ¿O era intimidad disfrazada de secreto?
Los días siguientes no trajeron paz.
Vio el nombre de Clara apareciendo en el teléfono de Michael cuando él pensaba que ella no miraba.
Lo sorprendió quedándose afuera más de la cuenta durante llamadas.
Y Emily, tan inocente como siempre, preguntó una noche:
—¿Clara va a estar bien, mami? Papi dijo que está enferma.
La verdad no se reveló de forma dramática, sino como una serie de pequeñas traiciones que se acumularon hasta ser innegables.
Michael no solo estaba ayudando a Clara.
La estaba protegiendo — protegiendo algo entre ellos.
Y había involucrado a su hija en la mentira.
Entonces Olivia comprendió que no eran los gusanos de Clara lo que la perturbaban.
Era la podredumbre que se enroscaba en su matrimonio, disfrazada de secreto y sellada con el silencio de su hija.
La noche en que Olivia finalmente lo confrontó, la casa estaba en silencio.
Emily se había quedado dormida abrazando su conejito de peluche, con la tenue luz nocturna proyectando sombras suaves en la pared del pasillo.
Olivia se sentó en la mesa de la cocina, con el estuche que contenía los frascos de Clara colocado cuidadosamente frente a ella.
Cuando Michael entró, aflojándose la corbata, sus ojos se posaron de inmediato en la evidencia.
—¿Dónde encontraste eso? —preguntó, con la voz tensa.
—En tu coche —respondió Olivia.
Su tono era sereno, pero por dentro, el pecho le dolía como si se desgarrara.
—¿Quieres explicarme por qué nuestra hija sabe de los gusanos de Clara antes que yo?
Michael se quedó inmóvil, luego se pasó la mano por el cabello.
—Olivia, no es lo que piensas.
—Entonces dime qué es.
Se sentó frente a ella, con los hombros caídos.
—Clara es una colega. Está pasando por algo embarazoso, una infección parasitaria.
No quería que se supiera en la oficina y confió en mí para mantenerlo en secreto. Emily nos escuchó una vez y me asusté.
No quería que dijera algo que pudiera avergonzar a Clara.
Olivia lo observó, buscando fisuras en su relato.
—Así que convertiste a nuestra hija en tu cómplice. Le enseñaste a guardarme secretos.
Michael hizo una mueca.
—No fue esa mi intención. Solo… quería proteger la privacidad de Clara. No pensé bien.
Su explicación era lógica.
Incluso creíble.
Pero la imagen de la mano de Clara en su brazo en la fiesta, las llamadas nocturnas, la forma en que había escondido esos frascos…
todo contaba otra historia.
—¿La amas? —La voz de Olivia fue apenas un susurro.
Los ojos de Michael se abrieron.
—No. Dios, no. Solo es una amiga. Lo juro.
Pero la confianza, una vez fracturada, no se repara solo con palabras.
Olivia se recostó en la silla, cruzando los brazos.
—El problema no es solo si te acostaste con ella.
Hiciste que nuestra hija formara parte de algo de lo que nunca debió ser parte. La hiciste sentir responsable de tu secreto.
¿Tienes idea del daño que eso le puede hacer a un niño?
El rostro de Michael palideció.
Bajó la mirada hacia la mesa, hacia los frascos que habían desencadenado esa tormenta.
—Lo siento —murmuró—. Tienes razón. La arruiné.
El silencio se instaló entre ellos, pesado y asfixiante.
Olivia se dio cuenta de que el perdón no es un acto único, sino un camino largo e irregular.
Y ya no estaba segura de querer recorrerlo con él.
Por primera vez en años, consideró una vida más allá de Michael.
Una vida donde su hija no volviera a ser obligada a guardar secretos demasiado pesados para unos hombros tan pequeños.
Mientras Michael se sentaba frente a ella, con las manos temblorosas sobre la mesa de madera, Olivia sintió algo inesperado: claridad.
La fiesta, los susurros, el estuche… todo había despegado la ilusión.
Y ahora, de pie ante la verdad, sabía que tenía una elección.
Esto no se trataba de los gusanos de Clara.
Se trataba de la confianza, y de la frágil arquitectura de un matrimonio que se había derrumbado en silencio.
Y Olivia, por fin, estaba lista para decidir qué venía después.