Veinte años después lo desenterraron y… «Mi verdadera madre está en el pozo.»
El cuatroañero Marcus Sullivan dijo una tranquila tarde mientras jugaba sobre la alfombra con su coche de juguete algo que hizo detenerse a su madre adoptiva Clara.

Su padre Vincent bajó el periódico y frunció el ceño.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó Clara con cuidado.
Marcus la miró con extraña calma.
—Mi verdadera mamá llevaba un vestido azul.
Ella está en el pozo de nuestro jardín.
Papá Vincent estaba allí.
Vincent bufó.
—Tonterías. Los niños inventan historias todo el tiempo.
Pero Clara sintió un tirón en el pecho.
Marcus llevaba solo un año con ellos, desde que lo habían adoptado de un orfanato.
Nadie le había contado nada jamás sobre el viejo pozo enterrado en el jardín.
En las semanas siguientes, Marcus repitió la misma frase.
Incluso dibujó imágenes: una mujer de cabello largo y oscuro en un vestido azul que cae en un agujero negro.
Clara se fue inquietando más y más.
Cuando preguntó a su vecina Lucy, esta lo desestimó todo:
—Los niños del orfanato se inventan cosas. No te dejes preocupar por ello.
Pero Clara no podía ignorar lo exacto que Marcus lo describía.
Él hablaba de despertarse de noche, de gritar, de correr afuera —y que solo veía a Vincent con una pala en el jardín.
Cuando Clara mencionó esto a Vincent, él se puso a la defensiva.
—¿Vas a creer más a un niño de cuatro años que a tu marido? Los papeles de adopción son válidos. Deja de cavar en el pasado.
Arrojó su vaso al suelo.
Sin embargo, Clara notó algo perturbador: el expediente de adopción contenía muy pocos detalles.
El hombre que supuestamente lo había gestionado no se pudo rastrear.
Las dudas la corroían.
Al mismo tiempo, el comportamiento de Marcus causaba preocupación en la comunidad.
Padres se quejaban de que asustaba a sus hijos al susurrar sobre “la mujer en el pozo”.
Finalmente, a Clara le aconsejaron que lo educara en casa.
Desesperada, buscó ayuda de la psicóloga infantil la doctora Beatrice Carter.
—Cuéntame sobre tu sueño —dijo la doctora.
Marcus no dudó.
—No es un sueño. Mi mamá —se llama Anna— fue empujada. Papá Vincent la empujó. Lloró, pero nadie la ayudó.
La doctora explicó después a Clara:
—Tu hijo muestra signos de recuerdos reprimidos.
Suena imposible, pero los niños pueden conservar fragmentos de su primera infancia. Si lo que dice es cierto, podría apuntar a un crimen real.
El corazón de Clara se hundió.
Aquella noche, Marcus susurró de nuevo a la ventana, mirando al jardín:
—Mamá todavía llora ahí abajo.
Por primera vez en su vida Clara no pudo simplemente apartarlo.
Algo estaba enterrado, y era más que solo tierra.
Cuando Marcus tenía veinticuatro años, las pesadillas no lo habían abandonado.
Ya no era un niño pequeño, sino un joven delgado de ojos hundidos que trabajaba en una librería.
Y sin embargo, cada noche lo perseguía la imagen de la mujer del vestido azul.
Su compañera Helen lo notó.
—Pareces como si no hubieras dormido en días —dijo él.
—Vuelvo a soñar con ella —confesó Marcus—.
No es realmente un sueño. Una memoria. Ella es mi madre.
Con los años, Marcus reunió pruebas en secreto: recortes de periódico, archivos de personas desaparecidas, fragmentos de los archivos de la ciudad.
Una y otra vez apareció el nombre “Anna Oliver”: una empleada del hogar que Vincent Sullivan contrató en 2004 y que desapareció poco después.
Tenía treinta años, fue vista por última vez con un vestido azul. Nunca se encontró un cuerpo.
Cuando Marcus mostró los archivos a su tío Gavin, concejal de la ciudad, éste palideció.
—Marcus, si esto es cierto, tenemos que investigarlo.
El expediente de adopción que Vincent presentó al tribunal está falsificado. El hombre que firmó lleva años muerto.
Los dos pidieron permiso para excavar el jardín.
Vincent se resistió furioso.
—¡Ingrato niño! Te crié. ¿Y ahora me acusas?
Marcus se mantuvo firme.
—Tú no me criaste. Tú enterraste la verdad.
En pocos días llegó una excavadora.
Los vecinos se reunieron, murmurando sobre “el niño loco y su pozo”.
Marcus los ignoró.
Cuando la máquina rompió la tierra, aparecieron viejos ladrillos: la boca del pozo sellada.
Cuando los obreros quitaron el hormigón, salió un hedor repugnante.
Un haz de luz reveló huesos, mezclados con restos de tela azul.
La policía fue llamada de inmediato.
La teniente Carmen Walker supervisó el equipo forense.
—¿De quién fue el descubrimiento? —preguntó.
—Mío —dijo Marcus, tembloroso—. Creo que el cuerpo es el de mi madre, Anna Oliver.
Las pruebas de ADN lo confirmaron: coincidencia del 99,9 %. La madre biológica de Marcus fue asesinada hace veinte años y escondida en el pozo.
Vincent Sullivan fue arrestado esa misma noche.
En un garabato borracho escribió la policía: “No la maté. Sólo hice lo que había que hacer. Le di un nombre al niño.”
Para Marcus, la pesadilla finalmente salió a la luz.
El caso conmocionó toda la ciudad de Silverwood.
Vincent Sullivan, antaño respetado, fue ahora marcado como asesino.
En el juicio admitió que Anna había sido su empleada del hogar, que quedó embarazada y que él la enterró tras una discusión.
Falsificó los papeles de adopción para mantener al niño —a Marcus— bajo su control.
Clara, desesperada, pidió perdón a Marcus.
—Tenía demasiado miedo de enfrentar la verdad —dijo con lágrimas en los ojos.
Marcus tomó su mano con ternura.
—Me diste un techo. No eres culpable de su crimen. Pero el silencio casi me enterró.
Durante la audiencia preliminar, los reporteros llenaron la sala del tribunal.
Al preguntársele si quería decir algo a Vincent, Marcus respondió tranquilo:
—Por tu culpa crecí con pesadillas. Pero por mi madre vivo ahora en la verdad. No has ganado.
Tras la condena, Marcus fundó la Fundación Anna Oliver para apoyar a madres solteras y niños abusados.
En la inauguración dijo:
—Nadie debe ser llamado loco por recordar. Nadie debe ser enterrado en el silencio.
Años más tarde, en el mismo lugar donde estuvo el viejo pozo, floreció un jardín con crisantemos blancos y buganvillas.
Marcus abrió un café cerca —“Anna’s Café”— un sueño que su madre había escrito una vez.
Los niños leían allí libros en un rincón cálido, sus risas llenaban el espacio.
Una noche puso un ramo de flores junto al memorial.
—Mamá, llegué tarde —susurró—, pero llegué.
Por primera vez en su vida, la voz del pozo había desaparecido.
Lo que quedaba era paz —la prueba de que la verdad, por muy hondo que esté enterrada, siempre llega a la luz.