— Buenísima casa te has comprado, ¿cuándo puedo mudarme? — preguntó mamá.

Lera estaba junto a la mesa de la cocina, observando cómo Katya, en otra habitación, coloreaba con dedicación a sus animales favoritos en el álbum.

Su hija de cinco años estaba tan absorta en esa actividad que no prestaba atención a lo que hacía su madre.

Lera sonrió y volvió a sus pensamientos.

Sin embargo, una voz interior le recordaba de vez en cuando el miedo — un miedo que arrastraba desde la infancia y que reaparecía cada vez que daba un paso importante, como comprar una casa.

Los recuerdos de su madre seguían siendo una pesada carga en su alma.

Recordó una de las últimas conversaciones con ella antes de romper la relación.

— ¿Otra vez estás pensando en separarte? — su madre entrecerró los ojos con ira apenas Lera lo mencionó.

— ¡Lera, eso es una locura! La gente ya mira de reojo, y tú quieres traer vergüenza a nuestra familia. Tu padre no aprobaría esto.

Lera apenas pudo contener las lágrimas entonces.

Su esposo, Vadim, hacía tiempo que dejó de ser el hombre atento con el que se casó.

Era frío, exigente y a menudo caía en gritos, a veces incluso en amenazas, cuando algo no salía según su plan.

Pero su madre, como ignorando eso, seguía insistiendo en lo mismo.

— Mamá, tú viste lo que pasa… Sabes cómo me trata, cómo mira a Katya como si fuera una carga para él — Lera trataba de hacerle entender su sufrimiento, esperando que comprendiera.

Pero la respuesta fue un despreciativo:

— Lera, todos los hombres son así. ¿Crees que tu padre era un ángel? ¡Cuánto sufrí por él! Pero me quedé — por la familia, por ti. Y tú también debes pensar no solo en ti. Sé fuerte, no nos avergüences.

“Me quedé por la familia…” — eso se convirtió en una especie de mantra para su madre.

Lera sintió desde entonces una fría distancia, como si ella y sus deseos no significaran nada para su madre.

Con cada palabra, Lera comprendía que para su madre seguía siendo aquella niña que podía controlar y culpar si desobedecía sus reglas.

Hace algunos años, Lera reunió finalmente el valor y se fue de Vadim.

Prefirió la soledad con su hija antes que vivir con miedo y humillaciones constantes.

La separación fue dura.

Vadim no perdía oportunidad para insultarla.

Y el apoyo de su madre, en quien Lera tanto confiaba, nunca llegó.

Su madre se comportaba como si Lera le hubiera hecho un daño personal al destruir la ilusión familiar, y desde entonces su resentimiento crecía.

Lera decidió que nunca más permitiría que alguien controlara su destino.

Había temido demasiado tiempo defender sus deseos.

Y ahora finalmente tenía la determinación de construir una vida donde ella y Katya tuvieran su propio espacio, donde pudieran sentirse felices y tranquilas.

Trabajando en una empresa de diseño gráfico, Lera empezó a ahorrar poco a poco para comprar su propia casa.

Pasó un año difícil viviendo con Katya en un pequeño departamento de una habitación en un edificio viejo.

Las paredes estaban agrietadas, las ventanas dejaban entrar corrientes de aire.

Pero Lera siempre encontraba la manera de hacer que ese hogar temporal fuera acogedor.

Compraba mantas bonitas, cortinas, cambiaba las telas, y eso hacía que el lugar fuera un poco más cálido y alegre.

Sin embargo, la idea de vivir una vida “temporal” pesaba mucho en Lera.

Soñaba con una casa propia, un lugar donde su hija pudiera crecer tranquila, sin tener que mudarse constantemente, como había pasado desde que dejó a Vadim.

Y así, dos años después de la separación, Lera pagó la entrada de una pequeña casa en las afueras.

No era una gran finca campestre, sino una casita acogedora que le conquistó el corazón al instante.

Tenía un pequeño jardín con arbustos de jazmín junto a la cerca, una cocina amplia y luminosa, y dos habitaciones.

Lera vio cómo Katya corría por la casa, admirando cada rincón y exclamando emocionada:

— Mamá, ¿tendré mi propia habitación? ¿De verdad?

Lera sonrió y la abrazó.

— Sí, gatita. Ahora tendrás tu propia habitación — le prometió.

Desde ese momento, su principal tarea fue la remodelación.

La casa estaba en mal estado: las paredes desgastadas, el techo con grietas, y los pisos necesitaban un cambio urgente.

Lera decidió hacer todo lo que pudiera ella misma.

Había mucho trabajo, pero con un préstamo bancario y posponiendo sus vacaciones, se dedicó a la reforma.

Por las noches, después de acostar a Katya, pintaba las paredes, tapaba las grietas y ordenaba las habitaciones.

Era un trabajo duro, pero día a día la casa se transformaba.

Lera se imaginaba pronto sentadas allí en la cocina cenando o a Katya leyendo cuentos en su pequeño y acogedor cuarto.

Una noche, tomando un pequeño descanso de la reforma, decidió llamar a su primo Sergey.

No se habían visto en mucho tiempo, pero Sergey siempre había sido alguien cercano en quien podía confiar.

— Sergey, no vas a creerlo — empezó con una sonrisa cuando él contestó. — Creo que oficialmente soy dueña de casa.

— ¿De verdad? — Sergey se alegró sinceramente. — ¡Lera, qué bueno! Me alegro mucho por ti. Qué bien que te animaste. ¿Y la casa?

— Ahora mismo estoy arreglándola.

— Sabes que cuando termines tendré que ir a verla — dijo Sergey riendo.

— ¡Claro que sí! Te estaré esperando — respondió Lera riendo.

Casi podía imaginar a Sergey asintiendo, como siempre hacía al pensar en sus palabras.

Su corazón se calentó con la idea de que, al menos, tenía a alguien en la familia que la apoyaba sin juzgarla por querer vivir a su manera.

Pasaron unas semanas más, llenas de trabajo y preocupaciones por acondicionar la casa.

Lera estaba cansada, pero feliz.

La habitación de Katya se volvió un rincón de cuento: cortinas rosas, una cama pequeña con almohadas mullidas, e incluso una estantería para los libros para que su hija pudiera elegir sus cuentos antes de dormir.

En el pasillo colgó un cuadro con flores que siempre había querido tener en casa, incluso cuando vivía con Vadim.

Una llamada telefónica sacó a Lera de sus recuerdos.

Miró la pantalla y, sorprendida, levantó las cejas al ver el nombre de su madre.

— ¿Hola, mamá? — no sabía qué esperar, sobre todo después de tanto tiempo sin hablar.

— Lera, ¿no pudiste ni siquiera decirme que habías comprado una casa? — en la voz de su madre se notaba un tono de reproche.

Lera se quedó paralizada un instante.

¿Cómo lo sabía?

No se lo había contado a nadie más que a su primo Sergey.

— ¿Cómo te enteraste?

— Sergey me lo contó, claro — respondió su madre secamente. — Menos mal que todavía tengo familiares que se acuerdan de su familia.

— Solo quería empezar de nuevo, mamá — intentó explicarle Lera.

— Entonces, ¿me perdí de algo?

En la cama dormía plácidamente su esposa, y a sus pies yacían Punya y Barsik, lado a lado, como si hubieran estado así toda la vida.

— Aparentemente no me ves en tu ‘nuevo comienzo’.

Lera respiró hondo, sintió la presión familiar y se preparó para una conversación desagradable.

— Qué linda casa compraste, ¿y cuándo me puedo mudar? — preguntó su madre.

Lera sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

No encontró palabras — se quedó con la boca abierta mientras su madre seguía hablando, como si fuera lo más normal del mundo:

— Mi apartamento ya está viejo, y la tía Natasha dijo que no tiene dónde vivir.

Le daré mi apartamento, lo necesita más.

Así que he decidido — me mudaré contigo, no necesitas tanto espacio para estar sola.

Lera reunió todas sus fuerzas y por fin logró decir:

— Mamá, ¿me preguntaste si estoy de acuerdo con eso?

Su madre suspiró profundamente.

— Ay, no seas egoísta, Lera.

Soy tu madre.

Puedo ayudarte, estar para Katya.

Estás sola, sin marido, sin familia, sin una ‘vida normal’.

Lera contuvo su enojo y respondió:

— Mamá, no compré esa casa para eso.

Quiero formar una familia normal sin tu presión y sin…

— ¿Una familia normal? — la interrumpió su madre.

— Lera, ¿te escuchas?

¡Eres una madre soltera con una hija!

¿Qué familia dices? ¿Quién te va a querer?

Solo una madre puede apoyarte, pero parece que no lo entiendes.

Lera sintió cómo el peso recorría su cuerpo.

Sabía que decir ‘no’ significaría romper su relación, pero también sabía que no podía seguir así.

— Mamá, no quiero que te mudes conmigo, — dijo con firmeza.

— Katya y yo estamos bien solas.

Su madre volvió a suspirar.

— ¿Ah, sí? Bueno, está bien.

Hija desagradecida.

Lera, te vas a arrepentir.

Con hijos como tú, no se necesitan enemigos.

Luego colgó sin darle a Lera la oportunidad de responder.

Dentro de ella hervía algo — peso mezclado con dolor, seguido por una extraña mezcla de alivio y enojo.

Sabía que esa conversación tendría consecuencias, pero estaba segura de haber hecho lo correcto.

Pasaron semanas.

Lera se aisló de llamadas y mensajes esporádicos de la familia — llenos de reproches y culpabilizaciones.

Un solo mensaje bastó para mostrarle todo: su madre les contaba a todos que Lera la había ‘echado’.

Lera sabía que los chismes sobre su comportamiento ‘desalmado’ circularían, y aunque era molesto, estaba preparada para eso.

Su apoyo en esos días fue Igor, a quien había conocido poco más de un mes atrás.

Era tranquilo, confiable, un hombre que sabía escuchar y mostraba comprensión.

Pasaban las tardes juntos, y a Lera le encantaba ver cómo Igor trataba a Katya — con paciencia y calidez genuina.

Con él por fin sentía seguridad y apoyo, algo que le había faltado durante años.

Una noche, Lera estaba en la cocina revisando su correo cuando recibió un mensaje de su prima:

‘Mis respetos. Echaste a tu madre, organizaste tu vida amorosa, y ahora toda la familia te condena. ¿Ya pensaste cómo vas a explicar esto?’

Lera suspiró profundo al darse cuenta de que su madre había hecho todo por dejarla mal.

Aunque destrozada, se fue a la cama.

A la mañana siguiente su abuela vino a visitarla.

Se sentó en una silla y la miró con ternura.

— Lera, no te preocupes, — dijo la abuela, tomando su mano.

— Conozco a tu madre como nadie.

Vivió toda su vida de apariencias, como si fuera una actriz en escena.

Por eso aceptó a tu padre — su bebida, sus peleas, su actitud hacia ti y hacia mí…

Pero tú, hija, no tenías por qué vivir así.

Esa fue su decisión, tú puedes tomar otra.

— Pero abuela, — suspiró Lera, con voz desesperada,— todos están en mi contra.

Yo no pedí nada, solo quería tranquilidad con Katya.

Y ahora la mitad de la familia cree que soy una mala hija…

— ¿Familia…? — gruñó la abuela.

— ¿Dónde estaban cuando necesitabas ayuda?

¿Cuando pasaste por el divorcio?

¿Cuando criabas sola a Katya?

¿Quién te ayudó entonces?

Ahora — claro — todos vienen a culparte.

Tu madre sabe cómo hablar bonito…

Lera miró con gratitud a su abuela.

Solo ella parecía entender lo que significaba romper con el control materno.

Para ella, la abuela era como una segunda madre — alguien que siempre apoyaba, escuchaba y no juzgaba.

— A veces tengo miedo, abuela, — confesó Lera en voz baja.

— Miedo de repetir sus errores, de terminar como ella… de que Igor no sea quien parece…

— Me he acostumbrado tanto a sentirme culpable que ya ni sé cómo no hacerlo.

La abuela sonrió y le acarició la mano otra vez.

— No tengas miedo, querida Lera, — dijo suavemente.

— Tú eres distinta.

Ya has demostrado que eres fuerte.

Tu madre sigue en su mundo de fantasía.

Y si la familia le cree a ella — entonces no necesitas contar con ellos.

Lo importante es quién está a tu lado cuando las cosas se ponen difíciles.

Y tú ya sabes quién es.

Lera reflexionó sobre las palabras de su abuela.

Sintió que por primera vez en mucho tiempo podía respirar libremente.

Unos días después, Lera estaba en la cocina con una taza de café cuando recibió otro mensaje de su madre.

Esta vez era un texto largo lleno de reproches.

Su madre volvió a llamarla desagradecida, dijo que su actitud ‘ofendía a toda la familia’ y que ‘seguramente haría lo mismo con su hija cuando creciera’.

Lera cerró los ojos, luchando contra la culpa que cada palabra de su madre le hacía sentir.

De repente, Katya se le acercó, abrazó su pierna y se apretó contra ella, con ojos grandes y serios.

— Mamá, ¿qué pasa? ¿Estás triste? — preguntó, mirándola.

Lera sonrió, se agachó y la abrazó.

— No, mi amor, todo está bien. Solo pensaba en algo… pero ahora que me abrazaste, me siento mucho mejor, — dijo, y era cierto.

Para ella, Katya era una fuente de amor y apoyo, y Lera comprendió: su felicidad y seguridad eran lo más importante.

— Mamá, ¿puedo invitar a Igor? Queríamos hacer galletas juntos, — recordó Katya de repente, lo que hizo sonreír a Lera.

— Claro que sí, mi amor, invítalo.

Cuando Igor llegó, Lera lo recibió con una sonrisa.

Él le puso suavemente una mano en el hombro, como si sintiera su estado de ánimo.

— ¿Todo bien? — preguntó, mirándola a los ojos.

Lera asintió.

— Todo está bien.

En ese momento, Lera comprendió que realmente estaba lista para dejar el pasado atrás y vivir como siempre había querido — con amor, sinceridad y sin miedo.

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