— ¿Compraste un vestido sin preguntar? — preguntó el marido mirando el recibo… Lo que pasó después, no lo esperaba.

Lena volvió a casa con una sonrisa ligera, casi infantil.

En sus manos llevaba una gran bolsa de papel con el logotipo de una tienda cara.

Dentro de la bolsa, cuidadosamente envuelto en papel fino, estaba ese vestido — elegante, sedoso, que había soñado comprar durante el último medio año.

Colgaba en el escaparate, atractivo e inaccesible, hasta que ayer apareció un descuento y Lena se decidió.

La compra no fue impulsiva: había estado ahorrando dinero de sus pequeños trabajos y acumulando devolución de efectivo.

Era su pequeño secreto, su logro personal.

Andréi, su marido, estaba sentado en la sala, absorto en su teléfono.

Al verla, asintió sin levantar la cabeza.

— Hola, — murmuró. — ¿Qué has comprado otra vez?

Lena puso la bolsa en el suelo, intentando mantener la calma.

Sintió una ligera inquietud.

Quería compartir su alegría, mostrarle el vestido, pero algo le decía que no era el momento.

Fue a la cocina para poner la tetera.

Unos minutos después, Andréi entró en la cocina con el recibo de la tienda en la mano.

Su rostro estaba enrojecido, sus ojos se habían estrechado.

— ¿Qué es esto, Lena? — su voz era baja, casi un gruñido. — ¿Siete mil por un trapo cualquiera? ¿Compraste un vestido sin preguntar?

Lena se estremeció.

El recibo, al parecer, se había caído de la bolsa.

Intentó explicarlo.

— Andréi, esto es algo mío…

— ¡Mío! — la interrumpió, agitando el recibo. — ¿Acaso tenemos el dinero por sobra? ¿Por qué no lo consultaste conmigo? ¡Yo trabajo duro para que podamos vivir! ¡Y tú despilfarras!

Lena guardó silencio al principio.

Sintió cómo una oleada de resentimiento y cansancio subía dentro de ella.

Durante años había escuchado reproches similares.

Durante años se había justificado.

Pero ahora algo dentro de ella se rompió.

Levantó lentamente la mirada hacia él.

— Estoy cansada, Andréi, — dijo fríamente. — Muy cansada.

En su voz no había histeria, solo un profundo cansancio.

Andréi se quedó desconcertado.

No esperaba esa reacción.

Andréi estaba en la oficina contándole a su colega, Sasha, sobre la “ilógica femenina”.

— ¿Te imaginas, Sasha? — negó con la cabeza, fingiendo un asombro extremo. — ¡Mi Lena! ¡Se compró un vestido por siete mil! ¡Sin preguntar! Ya lo digo, no me gusta cuando una mujer gasta dinero sin pensar. ¡Hay que ahorrar! ¡Hay que consultar todo, los gastos grandes! Y ella…

Sasha asentía con simpatía, aunque él mismo era soltero y entendía poco de la vida en pareja.

— Sí, las mujeres… Qué se les va a hacer, — dijo con desgana.

Andréi sinceramente se consideraba un ejemplo de frugalidad y de un enfoque sensato hacia las finanzas familiares.

En su opinión, el verdadero cuidado por la familia consistía en controlar los gastos, evitar compras innecesarias y ahorrar para algo realmente importante — por ejemplo, para su nueva bicicleta deportiva o para un regalo de cumpleaños de su madre.

Estaba convencido de que sus acciones estaban dictadas exclusivamente por el cuidado.

Cuidado por su bienestar común.

Él “no le permitía” gastar dinero en “tonterías” porque quería que vivieran con holgura.

Sin embargo, Andréi no se daba cuenta de que él mismo hacía compras regularmente sin preguntar a su esposa.

Hace apenas unas semanas se había comprado unos nuevos auriculares inalámbricos por diez mil rublos.

Y un mes antes había renovado su equipo deportivo — nuevas pesas, un aparato para abdominales.

Y, por supuesto, todos los meses “ayudaba” a su madre, enviándole a su cuenta varios miles de rublos “para medicinas” o “para comida”.

Nunca discutía estos gastos con Lena.

Consideraba que ese era su dinero personal, ganado por él.

Pero el dinero de ella, por alguna razón, se convertía automáticamente en “común” y su gasto requería su aprobación.

En su cabeza eso era lógico.

Pensaba que él era el jefe de la familia y que su palabra debía ser la decisiva en todo lo que concernía a las finanzas.

Su visión del presupuesto familiar era unilateral y completamente egoísta.

Por la noche en casa, la atmósfera estaba cargada.

Lena estaba sentada en la cocina bebiendo té, mientras Andréi intentaba iniciar una conversación, pero las palabras se le quedaban atascadas en la garganta.

Estaba preparado para su silencio, para las lágrimas, para los reproches, pero no para lo que siguió.

Lena puso la taza sobre la mesa y, por primera vez en muchos años, lo miró sin su habitual mansedumbre, casi con desafío.

— ¿Quieres hablar de gastos, Andréi? — su voz era tranquila, pero en ella se escuchaba acero. — Bien, hablemos. ¿Quieres que te rinda cuentas por cada rublo de devolución?

Andréi abrió la boca para objetar, pero ella no le dejó hablar.

— Llevo años ahorrando en mí misma, Andréi.

Años.

Te he cocinado, lavado tu ropa, planchado tus camisas.

Me he negado una salida al café con amigas, una taza de café en el trabajo, un nuevo pintalabios.

No me he comprado nada que costara más de mil rublos.

Y tú lo tomabas como algo normal.

Como algo que se daba por hecho.

“Ama de casa ahorrativa”, decías.

Pero yo simplemente estoy cansada.

Cansada de tener que ser conveniente, invisible y barata.

Andréi sintió que la sangre se le iba del rostro.

No esperaba una reacción tan contundente.

— Y ahora vamos a ver tus gastos, — Lena sacó una libreta del bolsillo.

Había llevado esa lista los últimos meses, en silencio, reuniendo pruebas.

— El último mes: cigarrillos — cuatro mil rublos.

Cerveza — unos cinco mil.

Cenas con amigos — diez mil.

Tus nuevos auriculares — diez mil.

Equipo deportivo — ocho mil.

Y tu madre, a quien le envías dinero cada mes sin preguntarme — otros cinco mil.

En total… más de cuarenta mil rublos.

En tus “caprichos”.

No en comida, no en alquiler, no en gasolina para el coche.

En tu entretenimiento personal.

Andréi trató de decir algo, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta.

Lo miraba como si la viera por primera vez.

—A partir de hoy, Andréi —continuó Lena, su voz sonaba decidida— todo va a cambiar.

Cada uno gastará su propio dinero como quiera.

Y lo común —la comida, los servicios, la gasolina— será a medias.

Exactamente a medias.

No más “no me gusta cuando una mujer gasta sin pensar”.

Mi dinero —mis reglas.

El hombre estaba completamente desconcertado.

No esperaba tal respuesta, tal rebelión.

Estaba acostumbrado a su sumisión, a su asentimiento silencioso.

Y ahora ella, su Lena, estaba frente a él, orgullosa e inaccesible.

Se desató un escándalo.

Las palabras volaban como chispas, pero Lena ya no lloraba ni se justificaba.

Se defendía a sí misma.

Lena estaba sentada en la habitación, abrazando su nuevo vestido.

Recordaba cómo había comenzado todo.

En los últimos seis meses, las recriminaciones de Andréi se habían vuelto casi diarias.

“¿Para qué quieres eso? Si ya tienes una blusa parecida”, decía él cuando ella quería comprar algo nuevo.

“Ya te ves bien. No gastes dinero extra en esas cremas”, refunfuñaba si ella compraba algo para sí misma.

“Gasta menos en tus tonterías, mejor ahorra para la comida”, era su frase característica, aunque Lena siempre compraba los productos según la lista y estrictamente dentro del presupuesto.

Mientras tanto, ella se ocupaba de todo el hogar: cocinar, limpiar, lavar, planchar.

Él llegaba del trabajo, se sentaba frente a la computadora, y ella, después de terminar su trabajo remoto, se encargaba de todo lo demás.

Su madre, Lidia Petrovna, intervenía constantemente en su vida, avivando los conflictos.

—Lena, al menos cuida tu apariencia, siempre estás ocupada con el trabajo —decía por teléfono—. Una mujer debe ser femenina. Andréi debe estar contento, y tú siempre…

Lena acumulaba todo en silencio.

Tragaba las ofensas, tratando de entender por qué la valoraban tan poco.

Intentaba ser una buena esposa, pero sus esfuerzos nunca eran apreciados.

Se sentía no amada, más bien como una sirvienta, un accesorio de su marido, cuya tarea era ahorrar y servir.

La compra del vestido no fue solo una compra.

Fue su acto de protesta, su pequeña revolución.

Ese vestido era un símbolo de su espacio personal, de su derecho sobre sí misma y sus deseos.

Quiso recuperar lo que le habían arrebatado años de recriminaciones y control.

No era solo un vestido —era la bandera de su libertad, levantada sobre las ruinas de su paciencia.

Sabía que habría consecuencias.

Pero estaba lista.

Andréi estaba sentado en la cocina.

No sabía qué hacer.

El escándalo se había salido de control.

Las palabras de Lena, su fría determinación, su lista de gastos —todo daba vueltas en su cabeza.

Estaba acostumbrado a su sumisión, y ahora… ella parecía otra persona completamente distinta.

Se sentía perdido.

Quería acercarse a reconciliarse.

Disculparse.

Decir que había estado equivocado.

Pero ¿cómo?

¿Qué decir?

Ahora ella había exigido que “cada uno gaste lo suyo y lo común sea a medias”.

Eso cambiaba todo.

En ese momento, Lena salió del dormitorio.

Llevaba puesto ese mismo vestido.

Le quedaba perfecto, resaltando su figura.

Se veía impresionante.

Andréi abrió la boca para decir algo, pero ella lo adelantó.

—Voy a encontrarme con mis amigas —dijo tranquilamente mientras acomodaba su bolso—.

No me esperes, quiero pasar la noche fuera de casa.

Andréi la miró, y en sus ojos se leía sorpresa.

¿Un encuentro con amigas?

¡Llevaba años sin salir a ningún lado sin él!

Y con ese vestido…

Ella salió del apartamento dejándolo solo en la cocina.

Silencio.

Andréi estaba solo.

Sobre la mesa estaba el recibo del vestido que él había encontrado, la lista de sus gastos hecha por Lena, y junto a ella, un papel con los cálculos, en cuyos apartados “tu cerveza” y “las pastillas de mamá” figuraban cifras concretas, inusualmente grandes para él.

Miró aquel papel.

Lena se había ido.

Con ese mismo vestido.

A encontrarse con sus amigas.

Sin él.

Sin su permiso.

Y esto era solo el comienzo.

Comprendió que su vida, su mundo cómodo y controlado, acababa de derrumbarse.

Y él mismo, con sus propias manos, había contribuido a que eso sucediera.

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