— Papá, llévame a un orfanato… — susurró la niña, llenándose de lágrimas mientras miraba a su padre, el hombre de negocios.

Él había regresado de un viaje de trabajo antes de lo planeado y se quedó paralizado en el umbral, conmovido por lo que vio.

Estaba parado en el pasillo, aturdido.

La casa, que siempre había sido su fortaleza, ahora le parecía extraña.

Sobre la mesa — la cena a medio terminar, en el suelo — juguetes esparcidos.

Pero lo peor eran los sollozos silenciosos que venían desde la habitación infantil.

Vitaliy se acercó y con cuidado abrió la puerta.

Katia estaba sentada en la cama con el rostro hundido en la almohada.

— ¿Quién te hizo daño? — susurró, sentándose a su lado.

La niña levantó su cara llorosa.

— Mamá dijo… que ya no nos quieres.

Un escalofrío helado le recorrió la espalda.

— ¿Qué?

— Dijo que te vas con otra mujer… y que yo solo te estorbo.

Vitaliy apretó los puños.

Recordó los últimos meses: viajes constantes, el frío de su esposa, sus extrañas llamadas que terminaba rápidamente cuando él entraba en la habitación.

— Katia, eso no es verdad.

Abrazó a su hija, sintiendo cómo su pequeño cuerpo temblaba.

— Te quiero mucho.

Y no voy a irme a ningún lado.

Pero por dentro ya estaba desatándose una tormenta.

Salió al pasillo, sacó el teléfono y llamó a su esposa.

— Alona, tenemos que hablar.

Su voz sonaba extrañamente calmada:

— Sé de qué se trata.

— ¿Le dijiste a nuestra hija que voy a dejar a la familia?

Un silencio.

Luego, una risa suave.

— ¿Y eso no es verdad? De todas formas, nunca estás en casa.

— ¡Estoy trabajando! Para que no les falte nada.

— No necesitamos tu dinero, Vitalik.

Necesitamos a ti.

Cerró los ojos.

Sí, la había fallado.

Pero eso no justificaba su crueldad.

— Nos vamos a divorciar — dijo en voz baja.

Al día siguiente, Vitaliy tomó vacaciones.

Llevaba a Katia al parque, le leía cuentos, aprendía de nuevo a ser padre.

Y un mes después pidió la custodia exclusiva.

El tribunal le dio la razón.

Alona ni siquiera fue a la audiencia.

Desde entonces vivían solo ellos dos.

Y cuando Katia por la noche lo abrazaba y susurraba:

— Papá, te quiero.

Él sabía que eso era lo más importante.

¿Y el orfanato?

Solo quedó como una pesadilla mala que vivieron juntos.

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